
En unas semanas se ha desmoronado todo, cayeron los velos y sobresalieron las esencias del «todo atado y bien atado». El régimen del 78, construido pulcramente a juicio de sus valedores, se presume insuficiente para acometer las demandas surgidas en Cataluña. La respuesta estatal no puede ser más timorata y represiva, tanto a nivel judicial como policial. Timorata en términos políticos, me refiero, con incapacidad para el diálogo, el pacto de medidas para satisfacer las peticiones de al menos la mitad de la población, con el cumplimiento de la ley como único argumento esgrimido y con la poca cintura de tomar el control de Cataluña mediante el ya famoso artículo 155, cuando la sociedad está demandando más autogobierno. Ciudadanos y el Partido Popular (25 y 10 escaños respectivamente en 2015), con la connivencia y promoción de un Partido Socialista que dicen apuntaba a la izquierda, se han hecho con el control de un territorio que no han podido ganar mediante las urnas y donde las fuerzas soberanistas siguen siendo mayoritarias (72 de 135 escaños totales en 2015).
Una vez se tome la autonomía, previo paso por el Senado y sin saber todavía en qué áreas intervendrá el Estado (el artículo 155 es ambiguo en ese aspecto y la toma de Cataluña puede ser hecha casi a la carta), los dos partidos conservadores proponen elecciones. Unos comicios que según los sondeos no supondrían un cambio de paradigma, sino más bien una continuidad, todo ello según datos de El Periódico de Catalunya. ¿Dónde están las soluciones políticas entonces? Quizá la receta que están pensando es ilegalizar los partidos independentistas y así tener el camino expedito. En medio, amenazas de acusaciones por sedición y el encarcelamiento sumarísimo de dos activistas, Jordi Cuixart y Jordi Sánchez. «El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos», dijo Antonio Gramsci. En cualquier caso, la crisis en Cataluña ha removido más el régimen del 78 que el 15-M y la aparición de nuevas fuerzas políticas en torno a 2014. Pero esta vez sí parece que el sistema de cuento de hadas, construido de manera vertical, está herido de muerte.
Con todo, la solución no parece simple, mágica ni inmediata. La ausencia de negociación atisba un escenario de confrontación que esperemos que no llegue a más, pero que, sin duda, abrirá un nuevo escenario. En ese contexto es inevitable la cacareada reforma constitucional y la redefinición del marco autonómico, que supere al establishment de la Transición a finales de los 70. Los sectores conservadores se agarran a su vigencia y al presunto consenso suscitado. Lo que no dicen es que el acuerdo lo parió una minoría excluyendo temas espinosos impuestos en el anterior régimen, como la bandera o la Monarquía. En cuanto a Canarias, la ausencia de debate fue más que manifiesta. Las élites tardofranquistas junto a las élites económicas diseñaron un Estatuto a su medida excluyendo al pueblo. Jerónimo Saavedra lo reconoció en un entrevista: «El Estatuto de Autonomía se aprobó sin referéndum por temor a que una alta abstención la aprovecharan los independentistas».
La prensa de la época reconoce que la UCD está al mando y que se rechazan una y otra vez las enmiendas de otros actores políticos. Las calles, por su parte, rugen por aquellos años, desmontando la idea de la transición quirúrgica. A nivel estatal, Mariano Sánchez Soler habla en “La transición sangrienta” de cerca de 3.000 heridos por violencia política y 591 muertos, de los cuales 188 son asesinados por el propio aparato estatal. En Canarias, en la nómina de víctimas de la violencia policial contamos a Antonio González Ramos, empleado de Philips Morris asesinado a golpes por el comisario Matute en dependencias policiales, Antonio Padilla, que murió en Adeje a manos de la Guardia Civil, Bartolomé García Lorenzo, acribillado a balazos en el barrio santacrucero de Somosierra en 1976 o el estudiante Javier Fernández Quesada, cuya vida arrebató la Guardia Civil durante una protesta en la Universidad de La Laguna en diciembre de 1977. Añadimos el atentado que casi cuesta la vida a Antonio Cubillo en Argel en el año 1978, reconocido e indemnizado como caso de terrorismo de Estado en 2003.
De esa forma se gestó el Estatuto de Autonomía de 1982, vigente a día de hoy y nunca refrendado por los canarios. Para ello se impuso mediante el artículo 143 de la Constitución Española y no por el 151 al que se acogieron las «comunidades históricas», que sí ha de pasar un referéndum para su aprobación. A Cataluña, Galicia y País Vasco acompañó finalmente Andalucía. Canarias se quedó sin votar su estatuto y con una autonomía a la par que Murcia o La Rioja. Del proceso se encargaron prácticamente las mismas familias que durante cinco siglos han dirigido Canarias y de cuyo estatus ellos sacan rédito. «Durante cinco siglos poco han cambiado los apellidos de los que han gobernado», afirma el historiador Zebensuí López Trujillo.
Con el cambio de paradigma y la previsible puesta en marcha de un nuevo proceso autonómico, no podemos volver a quedarnos con el «café para todos», es necesario tomar un papel activo. Sin dejar atrás el Estatuto de Autonomía que se negocia, habría que profundizar en él e incluir mayores cuotas de autogobierno, que dejen atrás contradicciones y se adapten mejor al nuevo contexto que se abre. Y sobre todo, que mejore la vida de las canarias y canarios, a la par que posibilita que las decisiones importantes sobre nuestro territorio, comercio, relaciones, alianzas o modelos económicos, se hagan desde aquí. Lo ha de hacer la ciudadanía, una ciudadanía fuerte que se conciencie de la importancia del cambio, como fue motor de cambio en el no a la OTAN del 12 de marzo de 1986, en las manifestaciones contra el Puerto de Granadilla en la primera década de este siglo, y en las movilizaciones contra el petróleo entre 2012 y 2014. En las tres ocasiones la voluntad mayoritaria fue desoída, pero las contradicciones salieron a flote. «El Viejo Mundo está en proceso de disolución. Uno solo puede cambiarlo a través de una revolución integral de las ideas y de los corazones», escribió Pierre Joseph Proudhon.