En el principio, Acorán hizo de la nada el mundo, los mares y océanos, también los continentes, valles, desiertos, islas y montañas. Luego dio vida a las bestias, aves, alimañas, insectos y demás seres. Dedicó también su tiempo al cielo estrellado, los cuerpos celestes, constelaciones, cometas, el Sol y otros planetas,… Finalmente, creó al ser humano, cumbre de sus esfuerzos. Primero una mujer, a la que infundió el poder de dar vida y, de su vagina, salió un hombre. Hechos los modelos, proveyó también a la especie de más ejemplares, para que se reprodujeran y de ellos nacieran los pueblos. Luego quiso dar a los pueblos la palabra, como don más preciado. Con ella podrían nombrar, argumentar, discutir, razonar,… pero no a todos. Decidió que habría sobre la Tierra pueblos sin palabra.
Dispuso Acorán que, para compensar desequilibrios, los pueblos del Sur -normalmente con climas más benignos- no tuvieran tal don, mientras que los del Norte hablarían todo el rato. Y, desde entonces, cuando un pueblo del Sur, como por ejemplo el canario, quiere organizar una charla, debate, taller, jornada, foro, seminario, curso, juegos florales, etc. está condenado eternamente a traer, con todos los gastos pagados y dietas incluidas, las y los ponentes de algún pueblo del Norte, mientras con gestos simiescos y en una jerga gutural apenas comprensible gruñe: ¡PE-NÍN-SU-LA! ¡PE-NÍN-SU-LA!, -así, sin artículo- que es como estos salvajes llaman a la mítica tierra de donde estas diosas y dioses vienen a hablarles mientras ellos, sumisamente, son adoctrinados por los siglos de los siglos.