Cargas policiales, calles tomadas por manifestantes, barricadas, protestas y movilizaciones, banderas ondeando, fuerzas independentistas en puestos clave. No es Cataluña 2017. Es Canarias, Las Palmas de Gran Canaria 1980. Quien conoce su historia habrá recordado estos días aquellas fotos en blanco y negro de La Isleta tomada por la policía, habrá recordado historias familiares que se cuentan a media voz sobre aquellos momentos, sentirá una extraña turbación si pasa por la Plaza de Belén María.
Los canarios conocemos de primera mano lo que están viviendo los catalanes desde el domingo 1-O, aunque quizá a muchos les suene a chino esto que cuento. Evidentemente que las circunstancias y los tiempos eran otros, también la escala. Pero el fondo del asunto no ha cambiado: el autoritarismo apenas velado, la rigidez y arbitrariedad del Estado cuando se cuestionan sus esencias. Han bastado tres días para que la careta de democracia occidental, estado del bienestar y sociedad madura se desintegrara. El Rey de España completó la demolición.
Pero Cataluña no es Canarias. A Cataluña no la podrá inundar el Estado de funcionarios y miles de profesores españoles, traídos en aviones fletados desde Madrid a participar en oposiciones amañadas para después españolizar a los niños sembrando el desconocimiento, la vergüenza y el rechazo hacia lo propio, asegurándose así la plaza y descartando movilizaciones en el futuro. El pueblo de Cataluña no arrastra las taras del colonialismo y dispone de estructuras, recursos, herramientas para defenderse pacíficamente sin sucumbir.
Defensa es la palabra adecuada. Irrelevante ya el debate sobre la legalidad (efectivamente muy dudosa) del referendum, el conflicto entró el 1-O en otra fase en la que prima la dignidad aglutinadora de un pueblo, que ante la humillación ya no se detiene en disquisiciones político-legalistas. El Estado surgido del 78 se resquebrajaba por Cataluña, pero en realidad fue Felipe VI el que lo terminó de reventar la noche del 3-O. El discurso del Rey adquiere, además, un cariz aún más inquietante si consideramos la posibilidad de que pueda haber sido consultado previamente con la UE.
En España cunde la división y el desasosiego. La monarquía entra en crisis. La UE, de perfil. Cataluña se va. Pero ¿y los que no nos vamos? ¿Qué tipo de proyecto común nos queda? ¿El de los que se dicen demócratas para moler a palos la diferencia? Una vez roto el gran tabú de la unidad de España, ¿se recrudecerá el autoritarismo que aplasta la diversidad para cerrar la puerta que abre Cataluña? ¿De verdad se pueden recomponer las piezas de la mano de los dogmáticos de su orden y su constitución? ¿Qué futuro puede tener una colonia del siglo XXI como Canarias en un proyecto con tics represores?
Los canarios no podemos permanecer callados y a la espera de lo que otros decidan, no podemos estar ausentes de la mesa en la que se hable del futuro ni permitir que otros dicten los tiempos, las formas y los contenidos. Nuestro papel no puede ser, en esta hora tan grave, el del convidado de piedra que calla y asume lo que le pongan. Hay que abrirse un hueco y hacer valer nuestra condición, que paradójicamente gana enteros cuanto más apremiantes son las circunstancias. Los partidos de obediencia canaria no pueden permanecer en silencio, tampoco los intelectuales ni mucho menos la sociedad civil. Con un Estado en peligro de descomposición, lo que muchos canarios veían como un problema catalán llama ahora a nuestra puerta. El futuro que nos espera depende en buena medida de que abramos esa puerta y definamos nosotros el lugar que debemos ocupar en el marco nuevo que surja del fin de España tal y como la conocemos.
*»HA TERMINADO EL TIEMPO de la indefinición del hombre canario» (Manuel Padorno, Sobre la indiferencia y el ocultamiento: la indefinición cultural canaria, 30 de mayo 1990, con motivo del Premio Canarias)