La conquista castellana empezó, como es bien conocido, en la isla de Gran Canaria. Los que probablemente no son tan conocidos son los motivos que condujeron a estos hechos. En el siglo XV la isla estaba totalmente habitada por machos, de origen bereber, que, debido a un extraño comportamiento de desviación sexual, cuyo origen según Torriani era la absoluta falta de actividad volcánica en la isla, cayeron fascinados por las brillantes armaduras y el adorable olor a esmegma de los castellanos. Así empezó el idilio entre los enamoradizos nativos y los astutos, aunque viciosillos, invasores. Las fuentes indican que la conquista de Tenerife se fraguó en las costas del poblado de Laguete entre copas de vino riojano y truchas de color verde que nacían en los charcos de la isla. Pescados extraños de grandes pestañas y cuyos cabozos nacían, siempre según Torriani, por parteriogénesis, pescaditos de la Virgen del Pino, como fueron bautizados posteriormente por Viera y Clavijo. El Almirante Berasategui, sangriento conquistador vasco, aunque recientemente se ha demostrado que fue adoptado por un matrimonio euskaldún y su verdadero origen era un pueblo de Sevilla, zarpó del puerto con Bentejuí como traductor y mediador entre nativos y castellanos. Al llegar a las costas de Tenerife, cuando la reunión con Benchomo había comenzado, Bentejuí notó un temblor en su culo que le hizo arrepentirse de su camino sodomita y clavándole un anacronista naife al Almirante Berasategui se tiró de un acantilado de Anaga gritando: ”Aañañac aguaró franceschoc añañac”, que significa “Me la clavaste, francés, esta piedra resbala”. Así comenzó la lucha y la primera victoria de los guanches en las tierras de Tenerife, en los acantilados de Anaga. Aún hoy se escuchan los ecos de Bentejuí llorando su deshonra y la respuesta del Almirante: ”Y lo bien que lo pasamos, truhán”.
Chowie, para Creando Canarias.