«En los viejos socavones que no están inundados los mineros entran todavía, la lámpara de carburo en mano, encogidos los cuerpos, para arrancar lo que se pueda. Plata no hay. Ni un relumbrón; los españoles barrían las vetas hasta con escobillas». Leer «Las venas abiertas de América Latina» de Eduardo Galeano, es sin duda un ejercicio revelador. En este libro, Galeano retrata a la América colonizada y luego a la América neocolonizada, pobre, sometida, la de los niños que duermen en la calle. Especialmente sintomático es el capítulo dedicado a Potosí, la ciudad al sur de Bolivia cuyo pasado está marcado por la riqueza minera, concretamente de plata, de Cerro Rico.
La plata fue riqueza para Potosí, pero también su miseria. «La ciudad que más ha dado al mundo y la que menos tiene», en palabras de una señora potosina, declaraciones recogidas en la obra. Potosí contribuyó a la riqueza del mundo europeo, sobre todo de su colonizador castellano. Cuando no hubo más que sacar de sus minas, se fueron sin dejar rastro, fijando sus objetivos en otro lugar. «La extenuación de la plata había sido interpretada como un castigo divino por las atrocidades y los pecados de los mineros». Por supuesto el pecado fue local, potosino, y sobre ellos cayó una especie de plaga bíblica.
En el imaginario del lugar quedó un halo de tristeza por la pletórica etapa que no volvería. «La anciana potosina, atada a su ciudad, me cuenta que primero se fueron los ricos, y después también se fueron los pobres: Potosí tiene ahora tres veces menos habitantes que hace cuatro siglos». Los habitantes de Potosí se fueron ante la miseria. Como también se fueron, tras ser esquilmadas, los habitantes de Sucre, sede del principal arzobispado de América, la ciudad más ostentosa y culta de América del Sur, o de Guanajuato, desigual ciudad mexicana donde convivían muy ricos y muy muy pobres. Todo ello lo patrocinó el Imperio, por sus políticas de saqueo y abandono de los lugares mineros más importantes. Una vez el metal se acababa, la ciudad se sumía en un terrible menosprecio. La culpa, en lenguaje colonial, era de la población local, sedienta de fortuna efímera, y nunca de la ambición imperial.
Nuevo récord turístico en Canarias. Por primera vez, un mes veraniego superó el número de visitantes en cualquier mes de invierno. Hablamos de 1.405.936 visitantes, el mejor julio de la historia de Canarias. Cuando se debatía sobre la turismofobia, algunos agentes turísticos de la Patronal o afines destacaban que en Canarias no se daba porque los turistas se repartían todo el año. Con estos datos, la conclusión sencilla es que lo que pasa en Palma de Mallorca o Barcelona en agosto, pasa todo el año en Canarias, con menor intensidad quizá, pero más continuado. Lo nuestro sería, existiendo un debate acerca de la llegada de visitantes una turismofobia crónica.
En cualquier caso, las declaraciones de los hoteleros y empresarios turísticos demuestran que no tienen en cuenta ni el impacto turístico, ni las posibles reacciones en contra, ni mucho menos el territorio. Están demasiado ocupados contando los billetes que proporcionan los números estratosféricos desde 2011, mientras planean otro ERE o externalizan servicios para que cuesten más baratos. La Federación de Hostelería y Turismo de Las Palmas (FEHT), la Asociación Hotelera y Extrahotelera de Tenerife, La Palma, La Gomera y El Hierro (Ashotel) o la Comisión de Turismo del Cabildo de Gran Canaria, lo tienen claro: Hay que hacer más camas, hay que construir nuevos hoteles y así esquilmar y construir hasta el infinito y más allá.
Ellos tienen trazado el camino, lo importante no es que ese camino nos condene al suicidio. Cuando el destino turístico canario no de para más, ellos cogerán sus maletas y se irán a construir hoteles en destinos más baratos, Agadir, Banjul, Islas de Sal o Saint Louis. Cuando se exprima hasta la última gota de la naranja afortunada del turismo en Canarias, nosotros nos quedaremos o nos tendremos que ir por el fracaso y la mala planificación de ellos. Nos quedaremos con sus hoteles, con sus centros comerciales, con sus grandes avenidas, con sus carreteras de cuatro carriles. Perderemos palmerales, pinares, dunas, bosques, tierras de cultivo y paisajes, que son nuestra verdadera riqueza duradera. Encima nos culparán a nosotros, porque fuimos demasiado ambiciosos en nuestro afán de riqueza efímera. Como en Potosí.