Me han impresionado mucho algunas de las fotos de las víctimas del atentado de Barcelona: las de Julian y Xavi, niños de 7 y 3 años respectivamente; la del joven ingeniero Luca Russo, tan alegre bajo su gorra roja; o la de Pau Pérez, asesinado a cuchilladas tras el atropello y en cuya mirada reconozco tantas afinidades de sensibilidad y compromiso político. A las fotografías, que capturan la vida, parecemos pedirles que impidan la muerte, hasta el punto de que resulta muy duro aceptar –casi imposible– la desaparición física de personas previamente retenidas en imágenes. En realidad, nuestro empeño en registrar fotográficamente cada instante y cada cuerpo traduce una lucha contra la muerte. Es una superstición tecnológica: te fotografío no para recordar este momento particular, sino para que no te mueras en general. Cada vez que miramos la foto de un muerto, aunque no lo conozcamos, nos estremece este fracaso radical.
He visto también otras fotografías de hombres muertos. Eran, sí, asesinos muertos, pero –lo confieso con cierta timidez– también me han impresionado. Los cuatro que tengo delante se llamaban Moussa, Said, Mohamed y Younes. Eran tan jóvenes que un vecino de la población donde vivían podía decir tras enterarse con horror de lo que habían hecho y de la suerte que habían corrido a manos de la policía: “Nos faltan ocho niños en Ripoll”. Vivo habitualmente en un país donde todos los jóvenes tienen esos nombres y esas caras; y Moussa, Said, Mohamed, Younes, con esos nombres ya casi catalanes y esas caras tan mediterráneas, eran ya jóvenes de nuestro país: estudiaban y trabajaban entre nosotros, eran nuestros “conocidos” y, cada vez que se fotografiaban, también pensaban que no iban a morir. ¿Pensaban que iban a matar?
Es duro ver la fotografía de una víctima inocente, pero es también duro ver la foto de un joven asesino, porque cualquier joven, no importa lo que haya hecho, parece una víctima y hasta parece inocente. ¿Se puede matar de manera “inocente”? En términos jurídicos yo exijo que los autores de los atentados sean sentados en un banquillo, defendidos por un abogado y castigados, si se prueba su culpabilidad, con la más dura de las penas de un código penal sin pena de muerte. Eso es lo que quiero. Eso es lo que ya no podrá ser. Los asesinos están muertos, como sus víctimas, y de forma igualmente irreparable. La muerte de sus víctimas es un triunfo, si se quiere, del mal. Pero la muerte de los asesinos es, si se quiere, un fracaso del bien: de ese bien común que llamamos Estado de Derecho. Un delincuente muerto es un delincuente que ha escapado al sistema de justicia, un sistema que, en nuestras tradiciones democráticas, se propone la rehabilitación de los delincuentes, de todos sin excepción, por muy graves o atroces que sean sus crímenes.
Hay, pues, dos cosas que ya no podemos evitar. La primera, la comisión del bárbaro atentado que asesinó e hirió a decenas de inocentes, algunos niños, que paseaban por Las Ramblas. Como matar es muy fácil y hay cada vez más ganas de matar, nunca se podrá reducir a cero el peligro y eso hay que decirlo sin rodeos electoralistas, pero es obvio que la desactivación del próximo atentado pasa por una combinación de medidas policiales, sociales y educativas que encuentran toda clase de obstáculos, también políticos y propagandísticos, como lo demuestra el intercambio de reproches entre instancias estatales y autonómicas tras el atentado de Barcelona.
La otra cosa que ya no se puede evitar es la fuga de los asesinos. Me refiero a su fuga definitiva del aparato de justicia. Ya no podrán ser juzgados. Y esto es también muy grave. Leyendo el relato de los hechos y viendo algunas imágenes a uno le entran dudas de si, en todos los casos, era imposible detenerlos vivos. Aún más, conociendo los precedentes de París, Bruselas y Londres, uno más bien sospecharía que se ha impuesto como rutina una lógica –casi un protocolo europeo– en virtud del cual la muerte del terrorista se asume como parte inseparable de la operación, y ello en un contexto social, también inducido, en el que se acepta cada vez más que a crímenes excepcionalmente graves deben corresponder también medidas excepcionales. El resultado, justificado o no, de esas operaciones policiales, no menos que ese “estado de opinión” suponen una grave amenaza para lo que realmente nos distingue, como sociedad y como “valores”, de los terroristas: el Derecho que no les permite situarse (a los terroristas) al margen de la Humanidad mediante ningún gesto, por abominable o extremo que sea.
¿Se puede matar de una manera “inocente”? Los que –católicos, progresistas, anarquistas, comunistas– creemos en la perfectibilidad humana, creemos que a todas las edades, pero aún más a los 17 años, nuestros gestos más irreparables dejan una inocencia residual, la virtualidad de otra vida imprevisible. Los que –católicos, progresistas, anarquistas, comunistas– creemos en la perfectibilidad humana, creemos por eso en un Derecho no estrictamente punitivo y no revanchista que se proponga la redención a través de las penas y la reintegración social del peor de los delincuentes. Sólo una penalidad determinista de inspiración protestante puede considerar que cada hombre se resume ontológicamente en su peor gesto, a partir del cual debe ser juzgada su vida entera, y ello de tal modo que es el delito el que constituye para siempre a un delincuente que deberá ser, por eso mismo, definitivamente apartado de la sociedad mediante cadena perpetua u horca. La muerte es irreparable y el Derecho no tiene la misión de combatirla y mucho menos de redistribuirla. La vida es imprevisible y es de ella de la que se ocupa el Derecho. Es eso –y no la religión o la forma de vestir– lo que nos distingue de los terroristas: un Derecho que -dirá el juez italiano Scarpinato– no puede aspirar a la tarea faústica de “repartir justicia” y mucho menos de “introducir equivalencias”. La “equivalencia” es el pivote central de los sistemas de justicia pre-jurídicos: el talión y la venganza, precipitados en la pendiente sin fin de dos irreparabilidades paralelas. El Derecho, mucho más modesto, sólo pretende dos cosas. La primera –como en los cuentos de hadas– separar públicamente la víctima del verdugo: no la satisfacción imposible de recobrar al muerto, sino la muy pequeña de que se me reconozca como víctima y se me distinga del asesino. La segunda, no menos importante, consiste en evitar que el verdugo se escape del recinto de la Humanidad, lo que implica juzgar su acto y no su alma, así como darle una segunda oportunidad. Es esto –insisto– lo que define los “valores de Occidente” y todo lo que los cuestione sólo sirve para dar ventaja a los terroristas.
Se comprende, desde luego, que las víctimas o sus parientes, desde su dolor sin consuelo, piensen en los asesinos con rabia homicida y deseos de venganza. Es lógico y es humano. Pero precisamente por eso forma parte de “nuestros valores” el que los códigos penales no sean redactados por las víctimas ni desde el punto de vista de las víctimas. Asimismo forma parte de “nuestros valores” el que, en una situación trágica como la vivida en Barcelona, la sociedad entera haga un esfuerzo para no pensarse como víctima, sino como autora serena del Derecho que marca nuestra diferencia. Hay dos cosas que ya no podemos evitar: la muerte de 16 inocentes y la muerte de 8 presuntos culpables. Pero aún podemos evitar dos peligros. El primero es el de pensarnos como víctimas y buscar, como todas las víctimas, un enemigo infinito, pues infinito es el dolor y no puede ser drenado por un criminal finito. En términos sociales la construcción de ese “enemigo infinito” se llama islamofobia: la extensión epidémica de la responsabilidad individual –la única de la que se debe ocuparse el Derecho– a todo un colectivo o una “comunidad”, definidos de esa manera como “grupo ontológico de riesgo” y “enemigo interno”. Si el yihadismo tiene un proyecto, es precisamente ése: el de convertir a los musulmanes europeos, no importa su secta, culto o cultura, en los nuevos “judíos” de Europa.
La segunda cosa que aún podemos evitar es la de, pensándonos como víctimas, alegrarnos de que a unos chiquillos asesinos no se les apliquen “nuestros valores” (nuestro Derecho) sino que –expresión de algunos periódicos– se les “abata” o se les dé “caza” como a perros. Esa celebración del no-Derecho –o al menos esa indiferencia– está siendo alimentada también por algunos medios que, cediendo a intereses políticos espurios relacionados con la cuestión española, criminalizan, por ejemplo, el trabajo de los abogados Jaume Asens y Benet Salellas, y ello desde el presupuesto implícito, tan escandaloso como peligroso, de que hay presuntos delincuentes a los que se deberían privar del derecho a la defensa y absoluciones judiciales, dictadas por un juez, que no tienen valor jurídico o son incluso cómplices del terrorismo. Cada vez que Asens y Salellas (y todos los abogados y jueces) hacen su trabajo nos están defendiendo a todos: están defendiendo precisamente esos “valores” que tanto nos gusta oponer, con narcisista superioridad moral, a la barbarie yihadista. Cada vez que un político, un periodista o un gobernante cuestiona ese trabajo está dando la razón a los yihadistas y facilitando, al mismo tiempo, “el triunfo del mal” y el fracaso del bien común.
Ni las 16 víctimas ni los 8 asesinos deberían estar muertos. Lo propio del terrorismo es matar. Lo propio de “nuestros valores” es salvar tanto a las víctimas como a los asesinos. Que “falten ocho niños en Ripoll” es la revelación de un doble fracaso. No pudimos impedir que esos niños se convirtieran en asesinos; no pudimos impedir que se fugaran para siempre de la justicia. Responsabilidad de todos los supervivientes –y sobre todo de los gestores del espacio público– es ahora evitar que la islamofobia y la celebración de la muerte extrajurídica destruyan “nuestros valores”, llenando de satisfacción –y de razones y de reclutas– a todos los fascistas europeos, ya sean musulmanes o no.