Yo me acuso. Lo hice en algunas capitales europeas pero sobre todo lo hice y lo hago en mi ciudad natal, en Las Palmas de Gran Canaria. A este último caso me referiré especialmente pero antes diré que tampoco el resto de las ocasiones me dediqué a “degradar” la vida de los habitantes de la ciudad en cuestión o monté “escandaleras” de ningún tipo, como denuncia el diputado de Nueva Canarias, Pedro Quevedo, quien demuestra en este caso cierta tendencia a no apreciar los matices. Me limité a contratar un servicio a través de una plataforma online, pagando un precio razonable a un particular, una vez detraída la comisión pertinente de la empresa que gestiona la plataforma. Saludé a los vecinos, que no parecían exigirme usar la escalera de servicio, saqué la basura a la hora convenida y no puse ningún aparato electrónico a un volumen insoportable en ningún momento. Así soy yo.
Formo parte del gremio de la enseñanza, el cual, para la mayoría de los mortales está pagado por encima de lo merecido y tiene más vacaciones de las que debería, al contrario que futbolistas, toreros y participantes de programas rosa que, ésos sí, se merecen todo y más por el bien que hacen a la sociedad. Digo esto porque gozo de dos meses de vacaciones, aunque uno sea de prestado. Mi astronómico sueldo me impide alquilar un apartamento por dos meses a precio de mercado a un touroperador, de ésos que se llevan la parte del león inmediatamente fuera de Canarias, o a un establecimiento hotelero al uso, de ésos propiedad de cadenas que se llevan la parte del león inmediatamente fuera de Canarias. Si quiero pasar las vacaciones en mi ciudad, molestando lo justo a la familia, he de recurrir al alquiler vacacional, a la economía colaborativa. A mí me gustan los hoteles pero no puedo permitírmelos. No por dos meses. Pero, ¡vaya si me gustaría quedarme todas las vacaciones en uno de esos hoteles que te ponen las toallas en forma de cisne sobre la cama cada día!
Pago una cantidad estimable pero no inalcanzable, que ahorro durante todo el año, a una familia que alquila un piso suficiente para mis necesidades y se lleva la parte del león no precisamente fuera de Canarias. Desconozco si declaran esas cantidades -creo que deberían hacerlo, desde luego- pero mentiría si dijera que me siento mal o que me apena el que los touroperadores pierdan margen de ganancia o se vean obligados a desinflar, aunque sea un poquito, la burbuja de precios hoteleros. Allá en Europa apenas notarán mi humilde aportación a sus fortunas. Siempre habrá otras colonias que saquear. El que mi dinero se quede en Canarias, en una familia de clase media, no cambiará el mundo pero dejará algo más en el país. ¡Ah, la clase media, ese lugar soñado al que mi familia nunca llegó! La recuerdo bien, a la clase media, digo, calculando sus inversiones, alquilando sus apartamentos en time-sharing a empresas extranjeras por una renta para que se los dejaran un mes al año. ¡Cuánta gente mandó así a sus hijos a estudiar a La Laguna! Claro que entonces no lo llamaban alquiler vacacional. Debe ser que cuando se benefician sobre todo turistas y empresas interpuestas hay que ponerle otro nombre.
Por cierto, también hago la compra en la tienda de aceite y vinagre de la esquina o, como mucho, en el supermercado de capital canario del barrio, procurando siempre consumir producto local, del país. Y cuando, echando cuentas, puedo ir a un restaurante, soy generoso, doy propina. No creo que el barrio tenga en mí un peligroso enemigo, honestamente. La identidad del barrio está a salvo conmigo. Tampoco aspiro a que me pongan una calle, como a Juan Padrón. Sé que ahora mismo, en mitad de la noche, mientras escribo este artículo, hay más viviendas de alquiler vacacional en este edificio y en otros de la zona. Sé, no soy ingenuo, que está imposible alquilar para uso residencial en la zona pero, por más que aguzo el oído, no oigo escandalera alguna. Sólo la gente del barrio grita a la salida de un bingo cercano. Es la clase obrera buscando atajos para llegar a clase media, ésa que se puede ir de vacaciones.