Hace quince días que he vuelto de Islandia, donde he estado diez días y diez noches. No pretendo describir aquí sus paisajes de extraordinaria belleza ni tampoco contarles la apacible sensación de seguridad que se siente viajando en coche por la Ring Road que circunda la isla. Tampoco les hablaré de los hitos naturales que cautivaron el álbum de fotos de mi iPhone. Eso, de alguna manera, también lo tenemos aquí. Me propongo hablar de algo mucho más interesante: su modelo turístico.
Islandia, mucho más conocida por la invasión del espacio aéreo europeo con las cenizas de su volcán Eyjafjallajökull, o por haber dejado quebrar a la banca privada, ha conseguido salir de la crisis económica de 2008 apostando por el turismo. El modelo que ha aplicado es un ejemplo de win-win en el que todos y cada uno de sus ciudadanos, participan de las ganancias de esta creciente industria.
No existen las grandes cadenas hoteleras que pretenden impedir las viviendas vacacionales con tal de seguir repartiéndose las riquezas entre cuatro. Tampoco existe la cultura (con perdón) del “todo incluido” que malvende el tesoro turístico por tres duros. Y mucho menos les tiembla el pulso a la hora de imponer una tasa turística de 0,70 céntimos de euro por noche de estancia. Aunque las comparaciones son odiosas, sirven para poner en valor lo que somos o lo que no.
En estos tiempos en que tanto se discute sobre el modelo de vivienda vacacional, en Islandia lo tienen claro. Allí, la mayoría de los alojamientos turísticos son familiares, lo que permite una distribución más equitativa de la riqueza. El hecho de que la población sea bilingüe favorece que puedan explotar directamente los recursos de cara al turismo, y vivir gracias a ello.
El paro en Islandia es del 2,4%; en el último año tuvo 6 veces más turistas que personas locales y desde el mes de marzo de este año ha dado por superada la crisis financiera. Sin ánimo de comparar, es un modelo turístico para pensárselo.