Me crucé con ellos en el aeropuerto de Concepción, 500 quilómetros al sur de Santiago, en una región donde el invierno llega con un tiempo endemoniado. En un rincón de la sala de espera, el grupo se veía como esos náufragos-emigrantes africanos que las marinas de Italia o España rescatan del Mediterráneo: todos hombres jóvenes, con vestimentas patéticamente inadecuadas para los fríos chilenos, muchos envueltos en unas mantas de avión que, como lo sabemos quienes solemos sufrir el viaje en la clase turística, sólo dan un abrigo simbólico. Eran inmigrantes haitianos, varados en Concepción desde la noche anterior, a la espera de que se levantara la niebla en Santiago y pudieran terminar el ya muy largo vuelo desde el país más pobre del continente.
Chile no es un destino de inmigración. En 1907, por ejemplo, cuando Buenos Aires y Montevideo ya tenían casi la mitad de sus habitantes nacidos en el exterior, a este lado de los Andes las estadísticas oficiales no registraban más que 134 mil extranjeros en todo el territorio (y apenas 13 mil italianos). Tampoco hubo aquí un proceso social de sustitución de las elites coloniales por los inmigrantes que hicieron fortuna; estos se asimilaron a ellas y aunque entre los grandes grupos económicos de la actualidad hay apellidos de origen croata (Luksic), árabe (Saieh, Yarur) o italiano (Angelini, Solari), los Larraín, Eyzaguirre y Echenique siguen tan vigentes en el dinero y la política como en los días de la Capitanía General de Chile. En los sectores más populares, el predominio de los apellidos de origen español indica lo reducido del aporte de otras nacionalidades.
Respecto de la diversidad racial, deja poco lugar a dudas la cándida respuesta de una alumna universitaria –católica de misa frecuente y cruz al cuello– a la pregunta hecha por quien esto escribe en una clase de periodismo internacional, sobre si existe el racismo entre los chilenos: “No hay racismo, porque no hay negros…”. Un mito bastante difundido dice que, aunque hubo esclavos negros durante la colonia, ellos terminaron desapareciendo porque no soportaban el frío. Los indígenas, principalmente de la etnia mapuche, sólo dejaron de ser invisibilizados cuando empezaron a militar activamente en defensa de sus derechos e identidad, a partir del quinto centenario. Sin embargo, en un estudio sobre la desigualdad publicado a mediados de junio por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (www.desiguales.org), hay otro dato significativo: en una estadística que relaciona 100 apellidos con las profesiones que gozan de mayor prestigio social y beneficio económico, los 50 que no figuran en ninguna de ellas son indígenas.
Primero fueron peruanos…
Durante la década de 1990 la inestabilidad económica de Perú obligó a muchos de sus ciudadanos a emigrar al vecino del sur, que proyectaba una imagen internacional de orden y prosperidad. Esos inmigrantes no solamente tuvieron que lidiar con el chovinismo originado en la Guerra del Pacífico de 1879, un conflicto que aún hoy se conmemora en Chile con paradas militares y se describe en las escuelas como una gran guerra patria; y al prejuicio usual de que los extranjeros vienen a quitarles el trabajo a los nacionales se agregó una visión racista resumida así por un comediante popular: “Los peruanos son negros, chicos y feos”. A pesar de todo, la comunidad peruana es en la actualidad la más importante en número (alrededor de 130 mil personas) y una de sus influencias más reconocidas por los nativos es la culinaria, que da variedad y calidad a la rústica y elemental cocina tradicional chilena. Algunos de los mejores restaurantes y chefs de Santiago son peruanos. El buen manejo del idioma español de estos inmigrantes es otro aspecto apreciado, en un país donde no es raro oír a empresarios prominentes o altos funcionarios comiéndose los plurales y diciendo “pa’” en vez de “para”. Por otra parte, en algunas escuelas del sistema público se está intentando bajar el tono nacionalista de los programas de historia, teniendo en cuenta las sensibilidades de los alumnos peruanos y bolivianos, estos últimos provenientes del otro país al cual Chile despojó de territorios en la Guerra del Pacífico.
La violencia en Colombia es el factor que ha provocado otra corriente migratoria en los últimos años, con el consiguiente despertar de prejuicios y manifestaciones xenofóbicas. Una gran parte de los colombianos, que con frecuencia llegan por la vía terrestre, se ha establecido en Antofagasta, la ciudad del norte que ofrece más oportunidades laborales, por ser el centro de la industria minera. No obstante, muchos deben vivir en los asentamientos suburbanos en condiciones precarias, porque sus sueldos no les alcanzan para pagar los alquileres exagerados de la zona céntrica. Según el Instituto Nacional de Estadística, el sueldo promedio de un inmigrante es de 600 dólares, lo mismo que puede costar alquilar un apartamento de uno o dos ambientes en las principales ciudades chilenas.
Además de soportar el estigma de traficantes de drogas difundido por el mundo, los colombianos se encuadran en lo que en Chile es una definición negativa: son “tropicales”, o sea, ruidosos, desordenados y exagerados. Las diferencias culturales y la carga de estereotipos han provocado más de un incidente en Antofagasta, cuya alcaldesa derechista se queja con frecuencia de la presencia de los extranjeros, y declaró en la prensa: “Hay una sensación de inseguridad al andar por la calle: se ve el microtráfico, un aumento de la prostitución y denuncias por ruidos molestos”. Con la alcaldesa Karen Rojo coincide el ex presidente y otra vez candidato de la derecha –con buenas posibilidades de triunfo– a ocupar el palacio de La Moneda, Sebastián Piñera, para quien la inmigración “termina importando males como la delincuencia, el narcotráfico, el crimen organizado”.
Los últimos de los últimos
Ricardo Lagos, que llegó a la presidencia en 2000 como el primer mandatario socialista después de Salvador Allende y terminó su mandato en 2006 alabado por los grandes empresarios con la frase “We love Lagos!”, hizo lo posible por posicionar a Chile en la región y el mundo como un país virtualmente desarrollado y de peso diplomático. En ese contexto, fue el primero en América Latina en aportar tropas para la “estabilización” de Haití en 2004, después del derrocamiento del presidente Jean-Bertrand Aristide en circunstancias donde se mezclaron las manos de Estados Unidos y Francia. Chile puso tropas en Haití a las 48 horas de la caída de Aristide, para actuar junto a las fuerzas francesas y estadounidenses. Ese contingente practicó otra veta de la diplomacia acuñada por Lagos, la de presentar a Chile como un país aportante de ayuda, que había superado la etapa de receptor de asistencia, y por implicación, ya estaba en el umbral del desarrollo. Así fue como los militares chilenos se destacaron más que sus colegas latinoamericanos por proyectar entre la población haitiana una imagen de su propio país como modelo de vida. Una imagen que, en las palabras de un sargento del Ejército entrevistado por el diario La Tercera con motivo de la retirada del contingente, que concluye este mes, “da un referente para ellos de la calidad o los estándares que puede tener otro país. Y más aún, cuando uno les comenta sus cosas, los insta a superarse, les dice que hay otros escenarios, entonces ellos se esperanzan con crecer”.
Esa esperanza está en la raíz de la emigración haitiana a Chile, que en los últimos dos años ha aumentado en forma exponencial y podría llegar en 2017 a un promedio anual de 45 mil personas. El problema es que los haitianos tienen varias características que los convierten en candidatos a sufrir la xenofobia y la discriminación más que otros inmigrantes: no hablan español, muchos tienen poca educación formal y… son negros. Según la opinión de una experta de la Clínica Jurídica de Migrantes y Refugiados, de la Universidad Diego Portales, la chilena es una sociedad en la cual “se considera inferior a una persona indígena o afrodescendiente, se la ve como un migrante económico que escapa. En cambio, al extranjero blanco se lo ve como el aventurero, y no se habla de migrante sino de extranjero”. Incluso quienes llegan con calificaciones universitarias no pueden obtener empleos de calidad, porque Chile no tiene convenios de reconocimiento de estudios con Haití.
El médico haitiano Emmanuel Mompoint tuvo suerte, porque pudo insertarse en el sistema de salud pública nacional, donde también las autoridades están haciendo esfuerzos por adaptar los servicios a esta nueva inmigración, con mediadores culturales y carteles bilingües en los consultorios. Recientemente Monpoint recibió la atención del periodismo por descubrir que entre sus compatriotas avecindados en Chile se está dando el síndrome de Ulises, un padecimiento de estrés similar al duelo, que afecta a quienes sufren el impacto de adaptarse a un país muy diferente del suyo y enfrentar un ambiente hostil. La imposibilidad de expresar sentimientos y reacciones en el idioma local, la ruptura de los lazos de solidaridad y el rechazo de la comunidad receptora son algunos de los factores que producen ese síndrome, cuyas manifestaciones pueden confundirse con distintas enfermedades. El doctor Mom-point trató a haitianos con dolores inexplicables, que no se curaban con medicamentos, hasta que uno de sus pacientes apuntó al centro del problema: “Mi dolor de cabeza es Chile. Me duele este país”.