El emigrante sabe cuándo se va pero no cuándo vuelve. Incluso los que venimos a menudo y andamos apurando el último anillo de la espiral, sentimos que el retorno no acaba de ser. Nos reconocemos en las calles familiares por donde transitamos hace tiempo pero el callejero nos es aún ajeno, familiar pero ajeno. ¿Qué son esos nombres que nos contemplan indiferentes desde placas y rótulos? ¿Por qué no somos capaces, sino tras varios intentos, de dar con el sitio exacto, la coordenada precisa? La vida pasa más aprisa que esa imagen forzosamente detenida que alimentamos en nuestro exilio cotidiano. Al igual que los uruguayos de las Geografías de Benedetti, jugamos imaginariamente a recorrer los itinerarios que nos llevaban y traían en nuestra cartografía sentimental años atrás: la Plaza de las Ranas, el Obelisco, la Playa de las Canteras,… Se erigen ahora como convocadas en alguna suerte de sesión trascendental. Son espíritus vagos que apenas podemos atisbar. Cuando volvemos a pasar ante ellos, los saludamos con cariño y nostalgia pero, íntimamente, sabemos que nunca serán lo que fueron para nosotros. Acaso somos nosotros ahora los espíritus vagos, mientras la ciudad, impertérrita, se convierte en esa imagen forzosamente detenida y nosotros, los que aprisa pasamos.