
Bajo las cenizas de la contrarrevolución neoliberal
¿El Norte es culpable, el Sur es capaz? El norte es culpable, dicen los socialistas del Este y del Oeste, y han convencido a la gran mayoría de la opinión pública, tanto en Occidente como en el tercer mundo. «El Sur ha sido y sigue siendo saqueado y a este saqueo es a lo que debemos nuestro nivel de vida. El origen del mal viene de la colonización y después del neocolonialismo.» Esa es, en esencia, la ideología tercermundista. Esta ideología es peligrosa. Permite a algunos gobiernos cargar a lo exterior de la responsabilidad de su propio fracaso.
Al culpar a las víctimas del sistema económico internacional en vez de a sus responsables y al eliminar las lógicas de sistema que permiten comprender los mecanismos de la dominación este pensamiento antitercermundista selló el matrimonio entre el dogma neoliberal y el pensamiento culturalista. No hay nada «en nosotros» que pueda explicar los desórdenes del mundo, aseguraban los ideólogos conservadores, porque la fuente de los problemas está «en ellos», en sus culturas, en sus costumbres, en sus tradiciones, en sus vicios íntimos.
Mientras se incriminaba la «cultura africana» se aplicaban programas de ajuste estructural a los países del Sur para obligarles a reembolsar unas deudas que el sistema económico internacional les había incitado a contraer en las décadas anteriores. La reducción del déficit presupuestario, la disminución de las barreras aduaneras, la desaparición del control de los precios, el fin de las subvenciones a los productos de primera necesidad y la privatización de las empresas nacionales desestabilizaron a los Estados y sumieron a poblaciones enteras en la miseria. Al añadirse a otros mecanismos de extracción de la renta, el pago de la deuda aceleró el saqueo de los países del tercer mundo. Como indican Éric Toussaint y Arnaud Zacharie, «desde 1982 las poblaciones de la periferia enviaron a los acreedores del centro (las elites y las mafias locales que de paso sacaron su comisión) el equivalente a varios planes Marshall».
Pero lejos de interesarse por las lógicas de sistema, los medios de comunicación de los países del Norte se concentraron en los aspectos morales y espectaculares de la pobreza. Así, la década de 1980 fue la edad de oro de lo «humanitario» que permitía, y sigue permitiendo, a los telespectadores de los países ricos verter una lágrima ante las imágenes de niños famélicos antes de consolarse ante las de los heroicos French doctors que, como Bernard Kouchner, tras ejercer en Biafra a finales de la década de 1960 de la mano de la Cruz Roja Internacional decidieron crear Médecins sans frontières y la política del «intervencionismo humanitario».
Por consiguiente, las décadas de 1980 y 1990 fueron en Francia las décadas en las que los intelectuales mediáticos rechazaron en bloque la «tradición de pensamiento anticolonialista», como explica el historiador Achille Mbembe, en la que Frantz Fanon fue «prácticamente condenado al ostracismo», se «amputó a Aimé Césaire del Discours sur le colonialisme [Discurso sobre el colonialismo] […], de La Tragédie du roi Christophe [La tragedia del rey Christophe] (1963) o de Une saison au Congo [Una estación en el Congo] (1966)» y fue reducido a «la imagen de un hombre que […] eligió convertir su isla en un departamento de Francia». Esta concepción selectiva del pasado reaparece en 2007 en el discurso de Dakar de Nicolas Sarkozy en el que afirmará que el origen del «drama de África» está en su alergia congénita a la «modernidad». Lo cierto es que quienes desde hace treinta años no dejan de estigmatizar las desfasadas ideas tercermundistas sin duda no habían previsto que serían ellos y sus obsesiones individualistas e identitarias la que, a su vez, parecerían un día caducas.
Y es que los tiempos han cambiado desde la década de 1980. Gangrenado por su cáncer financiero, el capitalismo conoce hoy su crisis más grave desde la década de 1930. Los términos «trabajador», «explotación» e incluso «lucha de clases» reaparecen en el vocabulario de los movimientos sociales de la vieja Europa e incluso bajo la pluma de algunos periodistas, analistas o responsables políticos que durante décadas se habían afanado por enterrarlos. Cuando en el perímetro del Mediterráneo se habla de «revolución», emergen movimientos de revuelta por todo el mundo. En América Latina unos experimentos políticos inéditos tratan de conciliar socialismo y respeto de las culturas locales, soberanía nacional y proyecto regional, nacionalismo e internacionalismo. De la ciudad de Túnez a Atenas, de El Cairo a Nueva York, de Ankara a La Paz o a São Paulo se inventan nuevas alternativas, se crean nuevas solidaridades y se preparan nuevos combates. Capitalismo, revolución, solidaridad: de pronto vuelve a ser actual un vocabulario demasiado tiempo eclipsado.
Pensadores combatientes
Sin embargo, hay que constatar que este renovado interés por el dominio (post)colonial y en particular por su dimensión africana con frecuencia sigue reducido a un registro excesivamente teórico. El biógrafo británico de Frantz Fanon, David Macey, lamentaba así que los estudios postcoloniales anglosajones hayan construido «un Fanon situado fuera del tiempo y del espacio, que vive en una dimensión puramente textual»:
En muchos aspectos el Fanon «postcolonial» es una imagen invertida del Fanon «revolucionario» de la década de 1960. Las lecturas «tercermundistas» ignoraron ampliamente al Fanon de Piel negra, máscaras blancas; las lecturas postcoloniales se interesan casi exclusivamente por este texto y evitan cuidadosamente la cuestión de la violencia. El Fanon tercermundista era una criatura apocalíptica; el Fanon postcolonial se preocupa de política de identidad y con frecuencia de su identidad sexual, pero ya no está enfadado.
Con estas observaciones en mente hemos construido esta obra, que ambiciona elaborar un retrato colectivo de los pensadores y actores de la liberación africana del periodo de descolonización. Nos ha parecido necesario interesarnos en primer lugar por estos personajes cuyos nombres conocen muchas personas y a veces los celebran, pero cuya historia, pensamiento y acción se ignoran con demasiada frecuencia, incluso en el caso de los militantes, incluidos los africanos. A continuación nos ha parecido interesante elegir entre estas figuras a unos personajes históricos cuyo destino mezcla íntimamente pensamiento y acción. Ninguno de aquellos de los que van a tratar las páginas que siguen se contentó con pensar y escribir, como al abrigo del mundo. Todos ellos se comprometieron con la acción política, a menudo físicamente, y algunos dejaron la vida en ello. Todos fueron, en el sentido pleno del término, pensadores-combatientes.
Estas elecciones (porque se trata, en efecto, de elecciones, necesariamente delicadas y discutibles) tienen varias consecuencias. La primera es que ha sido necesario dejar de lado por razones de espacio y de coherencia a algunas figuras importantes de la historia de las ideas africanas de liberación como, por ejemplo, Nelson Mandela, Steve Biko, Julius Nyerere o Gamal Abdel Nasser. Por consiguiente, este retrato colectivo no pretende en absoluto ser un catálogo exhaustivo del inmenso esfuerzo que acompañó la lucha para acabar con el colonialismo y sus derivas. Su primera ambición es contribuir a redescubrir un pensamiento-acción cuyo conocimiento nos parece indispensable cuando emergen en el mundo, y en particular en África, nuevos rostros de la dominación y nuevos ciclos de lucha.
La segunda consecuencia de estas elecciones, en particular la de interesarse por personalidades «célebres» o, cuando menos, celebradas, es la ausencia de grandes figuras femeninas. Esta lamentable constatación, que habríamos podido evitar fijándonos algunas heroínas menos conocidas, no significa que haya que subestimar el papel determinante que desempeñaron las mujeres en la lucha anticolonial, sino que, como bien señalaron después varios investigadores, da testimonio de un hecho importante que no deja de ser paradójico: a lo largo de esta larga lucha por la emancipación de los pueblos se mantuvo de forma generalizada a las mujeres en papeles subalternos y con demasiada frecuencia sirvieron de contrapunto o de simples iconos en unos conflictos que al ser casi siempre armados valoraban claramente la «masculinidad». En otras palabras, no se trata de idealizar las luchas de este periodo sino de entenderlas como lo que fueron: unas etapas situadas históricamente y, por lo tanto limitadas, en una lucha por la igualdad que tuvo dificultades en comprender y articular las diferentes dimensiones de esta.
La elección de sacar a la luz unos pensamientos en acción y de no limitarse a la dimensión «puramente textual» de estos personajes remite precisamente a esta necesidad de situar históricamente el destino de estos pensadores-combatientes. Por consiguiente, se ha concedido un amplio espacio a los contextos en los que evolucionaron estos hombres. Tras haber inscrito las luchas de liberación en una historia amplia nos centraremos en tres periodos.
El primero (1945−1954) es aquel en el que las posibilidades que se le abren a los pueblos de África parecen las mayores. En el momento en que el colonialismo atraviesa una profunda crisis al salir de la Segunda Guerra Mundial es posible plantear nuevas alternativas en África y pensar la emancipación de manera radical, aunque en un marco no violento, basándose sobre todo en el derecho internacional.
El segundo periodo (1955−1962) es el del endurecimiento. El fracaso de la no violencia frente a unas potencias coloniales dispuestas a todo para conservar sus privilegios impone elaborar nuevas estrategias que permitan controlar la violencia colonial y desactivar las trampas puestas en el camino de la independencia real, empezando por el neocolonialismo y la balcanización del continente.
El último periodo, que iniciamos en 1962, cuando la mayoría de los países africanos han accedido a la independencia política, es el periodo en el que la corriente revolucionaria africana debe pensar simultáneamente en la resistencia frente a unas fuerzas que tratan de perpetuar la explotación económica del continente y que no hacen ascos a ningún crimen para eliminar a sus adversarios, y en el ejercicio del poder, en un periodo en el que son inmensas las aspiraciones populares, reprimidas durante tanto tiempo.
Estado, nación, clase, cultura
Frente a esta configuración los actores de la liberación africana tenían que demostrar una gran agilidad intelectual para analizar con justicia la situaciones concretas a las que se enfrentaba cada uno de ellos al tiempo que permanecían inflexibles para evitar dejarse engañar o abatir por unos enemigos tan astutos como feroces.
Esta doble exigencia de agilidad e inflexibilidad explica por qué los personajes presentados en este libro no son «héroes puros». En diferentes grados todos cometieron errores o hicieron malos cálculos pecando a veces de ingenuidad por dogmatismo o por autoritarismo. Pero esta crítica, retrospectiva y a menudo abstracta siempre olvida plantear la siguiente pregunta: ¿quién lo habría hecho mejor en las circunstancias de la época? Marx lo destacaba ya en 1852: «Los hombres hacen su propia historia, pero no lo hacen por propia voluntad en unas circunstancias elegidas libremente».
Al contrario de este tipo de crítica, no hemos querido elegir entre la glorificación idealista, que niega las contradicciones e incoherencias, y la «crítica de salón», que juzga con tanta más altanería cuanto que lo hace a posteriori.
Tanto las circunstancias de la época como la doble exigencia de agilidad e inflexibilidad también explican por qué la tradición marxista desempeñó un papel fundamental en las ideas africanas de liberación. En efecto, la tradición marxista, una teoría práctica de la liberación, ofrecía a los intelectuales africanos unas herramientas conceptuales que les permitían pensar tanto en el marco colonial como en la situación neocolonial los mecanismos de la dominación capitalista y la reconfiguración de los antagonismos de clase. Así pues, el lector no se deberá sorprender de que las nociones de «imperialismo», «capitalismo» o «lucha de clases» aparezcan frecuentemente en los retratos que componen esta obra. Aunque estos conceptos hayan sido ampliamente erradicados en novalengua neoliberal hoy hegemónica y en cierta medida en la literatura académica postcolonial, ese es el vocabulario que utilizaba la mayoría de los personajes que abordamos aquí. Un vocabulario que para un autor que, como nosotros, se sitúa en la tradición marxista parece lejos de estar tan «anticuado» como se dice.
A pesar de que las ideas marxistas desempeñaron un papel fundamental en las ideas de la liberación africana, los pensadores-combatientes africanos adoptaron posturas diferentes respecto a los partidos o regímenes que afirmaban ser «socialistas» o «comunistas». Algunos se separaron rápidamente de este comunismo oficial. Otros, que buscaban apoyos concretos en su lucha contra el imperialismo, establecieron una firme alianza con los partidos comunistas europeos y las instancias comunistas internacionales. Pero a lo largo de las décadas de 1950 y 1960 el propio «comunismo» no dejó de fracturarse, con lo que surgieron divergencias cada vez mayores entre sus principales animadores, empezando por la URSSS, China y a partir de 1959, Cuba.
Además de su carácter a veces interesado (financiación, formación, entrega de armas, etc.), estas tomas de postura internacionales también reflejaban a unas divergencias teóricas e ideológicas más profundas. En efecto, los responsables progresistas africanos debían tener en cuenta los contextos culturales específicos en los que trataba de inscribir sus proyectos revolucionarios, contextos bastante alejados de aquellos en los que los proyectos socialistas y comunistas habían emergido y se habían consolidado inicialmente: la Europa industrial del siglo XIX y la Rusia de principios del siglo XX.
Por consiguiente, el marxismo de los pensadores y combatientes de la liberación de África adoptó coloraciones diferentes en función de los contextos, con lo que algunos líderes se mostraron particularmente dogmáticos, otros elaboraron proyectos que de «socialistas» solo tenían el nombre y otros (y estos son los que nos interesan prioritariamente) trataron de «hibridar» el marxismo movilizando otras tradiciones intelectuales, europeas o extraeuropeas, o tratando de aculturar el marxismo para convertirlo en un proyecto verdaderamente universal. En esta perspectiva es donde se puede plantear el interés que tenía el pensamiento revolucionario africano por la «cultura».
Desde Jomo Kenyatta, para quien la defensa de las tradiciones era un arma contra el colonizador, a Thomas Sankara, que se sublevaba contra el mimetismo cultural, pasando por Frantz Fanon, que insistía en la relación entre la entrada concreta en la acción y las transformaciones culturales, y Amílcar Cabral, que consideraba la revolución un hecho cultural pero también una acción de transformación cultural, la reflexión sobre la cultura está presente en todos estos esfuerzos teóricos africanos por pensar la liberación.
Este lugar particular de la cultura da testimonio de la magnitud y la especificidad de la dominación padecida por los pueblos africanos. Desde la esclavitud a la colonización no se ha tratado solo de explotación económica. Para que esta fuera posible a una escala tan grande fue necesario negar totalmente las identidades africanas: la historia, las creencias, las tradiciones, los saber-hacer del continente fueron atacados, infravalorados, burlados, instrumentalizados, borrados. Así pues, para los pensadores y actores de la liberación sobre lo que había que construir nuevas identidades nacionales y tejer nuevas relaciones sociales era sobre unas identidades heridas. También esto era una tarea extremadamente compleja teniendo en cuenta la diversidad cultural del continente, la instrumentalización de la que han sido objeto las identidades africanas por parte de las fuerzas (neo)coloniales y la tendencia, bastante lógica en los pueblos dominados, a «absolutizar» las tradiciones culturales para convertirlas en armas de resistencia.
¿Qué es «África»?
Salvo algunas excepciones, el marxismo ha proporcionado históricamente a la resistencia anticolonial del siglo XX tanto su inspiración histórica como la base de su práctica política. La gran fuerza de su discurso político era ser un instrumento que permitía traducir la lucha anticolonial de un contexto específico a otro. Mucho más que el nacionalismo, por definición autocentrado y en diálogo exclusivo con su propia comunidad, el marxismo ofrecía una política y un lenguaje traducibles, un medium universal a través del cual militantes de todos los horizontes podían comunicarse entre sí al tiempo que debatían las especificidades de cada situación, con el anticolonialismo por terreno común.