De las declaraciones ofrecidas esta semana por Antonio Brufau, presidente de la petrolera Repsol, en un medio de comunicación del Estado español, destacan dos consideraciones: que el proceso para llevar a cabo prospecciones en Canarias fue para la compañía “un dolor de muelas serio” y que lo ocurrido en el Archipiélago les resultó “de pena, tercermundista”.
Vayamos por partes. Satisface comprobar que la batalla dada por la sociedad isleña, sus agentes sociales y representantes institucionales resulte “un dolor de muelas serio” para una corporación multinacional. Porque, como es sabido, las transnacionales no tienen muelas. Corazón y estómago tampoco. Por su propia naturaleza, lo único que les duele es la cartera, la cuenta de resultados. Por eso resulta balsámico confirmar que allí les tocamos: que durante los años que duró el conflicto por los sondeos en aguas de nuestro país, Repsol vio cómo se dañaba su imagen de marca, cómo en algo les afectó el boicot a sus productos y cómo se les debieron desparramar los gastos en compra de voluntades, sean políticas, periodísticas o sociales.
Publicidad en decenas de medios locales, portadas a todo color, editoriales, campañas de marketing y altos cargos trabajando de chicos de los recados no sale, nos consta, gratis. Todo ello no les hubiese hecho falta si la reacción social y política en Canarias hubiese sido otra, y de ahí el estímulo que suponen estas palabras para este tipo de luchas: aunque terminaran pinchando en el fondo del océano, aquella bravuconada no les salió gratis. Gracias, Antonio Brufau, por confirmarnos lo que imaginábamos: aquella lucha digna y hermosa mereció la pena.
De pena, y tercermundista, es la segunda de las conclusiones sacadas por el presidente de Repsol de todo aquello. Y eso sí que no, estimado petrolero. El resquemor que usted guarda es más bien por todo lo contrario, porque se frustraron sus previsiones de encontrar aquí una sociedad genuinamente subdesarrollada.
Llegaron ustedes, cierto es, en nuestro peor momento económico de las últimas décadas, con un tercio de nuestra población en el desempleo, que empeoraba nuestros males arraigados. Cambiaron los boliches de colores y los espejitos con los que la leyenda negra identifica a los viejos conquistadores por otro tipo de migajas para el esquilme: los cuatro puestos de trabajo, la fabricación de bocadillos para la compañía, la reparación de las plataformas… Vinieron, para completar la escena colonial, de la mano del sátrapa de turno, un mentiroso profesional condecorado con honores de ministro, también de turismo, la principal industria del país, de la que obtiene sus beneficios la cacicada (sea nativa, criolla o foránea). Se les llegó a oír incluso intentando hablar el idioma local en aquellos anuncios en los que las eses se aspiraban profundas.
Pero cuando pensaban que les iba a caer sobre sus cabezas pétalos, y collares de ibiscos en el cogote, aquí hubo una sociedad que reaccionó consciente. Que les habló de sostenibilidad, del largo plazo, de la necesidad de potenciar los recursos renovables frente a los combustibles fósiles; de autonomía energética, sol, viento y mareas. Que les discutió los efectos sobre nuestros ecosistemas, sobre el derecho a convivir con los zifios, los delfines y los cachalotes. Que les rebatió en torno a la redistribución de la riqueza, a través de modelos económicos no monopolíticos, sino socialmente sustentables. Que les habló de democracia avanzada, de derecho a participar y decidir sobre nuestros recursos, nuestro mar y nuestra tierra; sobre soberanía, energética para abastecernos, y política para decidir.
En definitiva, vinieron con aires del XV y se toparon con el XXI. Encontraron, Brufau, una lección de dignidad, civismo y progreso de una sociedad que, a pesar de sus atavismos, sabe que el camino hacia el verdadero desarrollo no pasa porque una multinacional nos mastique. Y eso es lo que les sigue doliendo. Que les dure… y por aquí no vuelvan.