La tierra parecía bramar en los desfiladeros de Fuencaliente. En ella se juntaba lo viejo, formado durante siglos y lo nuevo, fruto de sucesivas erupciones, la última en 1971. Yo, a lo alto, cerca del frescor de un pino. Abajo una sucesión de arbustos, lava, picón y dos grandes volcanes, el San Antonio y el Teneguía. Al final, el mar. Un mar africano pero que mira hacia América, no obstante estamos en la parte más occidental de las islas. Era un agosto suave. Fuencaliente se prepara para la vendimia. No atino a contar la cantidad de parras que hay alrededor del lugar donde me encuentro, tantas que casi atestan los caminos estrechos por los que se baja al mar, que abajo, aunque inmenso, parece casi una anécdota lejana.
En mi cabeza dos mil pájaros, los propios de los 16 años. En mis manos, un libro que compré para la asignatura Lengua Española de 1º de Bachillerato, curso que acababa de finalizar con éxito. Un libro obligatorio en los planes de estudio, como «Don Quijote de la Mancha» o «La gitanilla» de Miguel de Cervantes, «Nada» de Carmen Laforet, «El Lazarillo de Tormes», «Crónica de una muerte anunciada» de Gabriel García Márquez o «El cartero de Neruda» de Antonio Skármeta. La particularidad de ese libro es que es canario, lo cual no debiera hacerlo mejor ni peor. Se titula «Mararía» y el autor se llama Rafael Arozarena.
Lo leí para clase en un fin de semana, con el apuro de que el lunes había que entregar una reseña sobre el mismo. En ese febrero, con el apuro del deber que quedó para última hora, no saboreé el libro. Los retazos bellos de la historia de Arozarena me convencieron que tenía que leerlo otra vez. Y conmigo viajó a La Palma. Unas veces por la mañana, a primera hora, otras por la tarde, tras la excursión diaria por la isla bonita, me acercaba a un pino, que ya era por derecho consuetudinario un poco de mi propiedad. En el paisaje asombroso antes descrito, dejaba pasar las horas con Mararía, Ermín, el petudo Marcial, Isidro, Pedro el Geito, Jesusito, Manuel Quintero y Seña Frasca. Tanto me dejaba llevar que a veces se hacía la noche y mis padres tenían que llamarme para cenar.
En tres o cuatro días, con más reposo que para el trabajo de clase y en medio del picón, Mararía se convirtió en una de las novelas que marcan una de las historias más disfrutadas de mi incipiente juventud. Desde el picón del extremo occidente palmero, al sur, iba conociendo la lava de Femés, el calor, los duros trabajos, los sinsabores de una vida atormentada como la de Mararía. En un susurro que subía en medio de las parras, asomaba por los pinos y se adentraba en mi cabeza, se me iba dibujando aquel sur de Lanzarote de la posguerra. Para aquel pibe de 16 años se le aparecía una realidad que forma parte de nuestra historia insular; los esfuerzos ingentes para sobrevivir, el difícil medio en el que nos movemos, el endiosamiento del que viene de fuera, la ridiculización de lo propio… Son cuestiones auxiliares que van apareciendo, para quien las quiera ver, en «Mararía».
Leer la historia de Rafael Arozarena debajo de aquel pino, con la lava que llevaba al mar, con las parras llenitas de uvas, con lo viejo y lo nuevo que se une en un mismo espacio, fue algo mágico. Allí pude entender de verdad aquel Femés sufrido que describía el texto. Me imaginaba a Marcial subiendo apurado ladera arriba para darme una noticia, a Isidro enojado porque miré lascivo a «su» Mararía, a Jesusito todo mojado tras haberse bañado en el mar que se dibujaba al fondo. Ahora que lo pienso, allí, entre todos los actores implicados tras el pino, estábamos uniendo el país: yo, de Gran Canaria, leía en Fuencaliente (La Palma) una novela ambientada en Femés (Lanzarote) y escrita por un autor de Tenerife. Cuatro islas en un mismo pino, con un elemento clave en común: el medio sobre el que Arozarena escribía y sobre el que yo leía. Eso no lo encontré en el resto de novelas obligatorias de aquel inolvidable 1º de Bachillerato y supone un rasgo esencial de toda obra realizada en el entorno de un individuo, la cercanía.
Otro agosto, el de 2010, un año después de la muerte de Rafael Arozarena, conocí otros dos lugares claves en esta historia. En Femés vi al fondo el picón que me recordaba a «Mararía», pero también a aquel verano de 2001 en Fuencaliente. Casi me quedo petrificado cuando veo una placa de la Falange en pleno pueblo. ¿Estamos en medio de la novela y no me he dado cuenta? ¿Dónde está el cura Abel para reprenderme que me cuestione esas cosas? En las Salinas del Janubio casi escucho a Jesusito pedir auxilio. Dicen que «Mararía» no es la mejor novela de Rafael Arozarena (Santa Cruz de Tenerife 1923-2009), pero en cualquier caso a mí me retrotrae a momentos muy felices de mi adolescencia, momentos de búsqueda, de muchas preguntas y pocas respuestas. Momentos fetasianos, que dirían Arozarena e Isaac de Vega. Ahora rescaté para la lectura «Cerveza de grano rojo», novela de Arozarena que compré de segunda mano y que había olvidado siquiera que tenía. Cuando la termine pienso ir a Fetasa para visitar a Rafael Arozarena y contarle qué me pareció. Isaac de Vega seguro que también expresa su opinión al respecto.