Nos encontramos en la actualidad -y desde hace más tiempo del que se suele reconocer- en un escenario de crisis social, ecológica, económica, de valores… con un marcado carácter global. En este contexto surgen en América Latina, a finales de los años 70 del pasado siglo, una serie de nuevos planteamientos y enfoques -inicialmente más restringidos al ámbito agronómico- que apostaban por el diseño y manejo sostenible de los sistemas agrarios (agroecosistemas) con criterios ecológicos. Se esconde aquí un enfoque muy sencillo y muy complejo a la vez. Por un lado se trata de diseñar los sistemas agrarios que surten de alimentos y otros bienes a los seres humanos imitando los principios fundamentales de los ecosistemas naturales (donde no se generan residuos, el uso de la energía es altamente eficiente, conviven diferentes especies, etc.). Y por otro lado se trata de romper bruscamente con un sistema de producción heredado directamente de la revolución verde, donde era prioritario la especialización en monocultivos, el uso de insumos de origen químico altamente contaminantes y una alta dependencia de las energías fósiles (principalmente petróleo).
Poco a poco este nuevo paradigma fue extendiéndose a otros territorios y continentes, más allá de América Latina, y comenzó a nutrirse y enriquecerse con las aportaciones de otras disciplinas, de otros ámbitos de conocimiento que también influyen sobre la vida y sobre la manera de relacionarse de los individuos. Es así que la Agroecología toca a la economía, la política, la sociología, la etnografía…, generándose en muchos casos espacios de conocimiento interdisciplinares que se enriquecen mutuamente (economía ecológica, ecología política…) y cuyo análisis y aportaciones ayudan a tener una visión más integral y holística de los sistemas agrarios, de sus diferentes componentes y de las relaciones de distinta naturaleza que se dan entre ellos.
Por todo esto, el fundamento tradicional de la Agroecología fue enriqueciéndose, aspirando al diseño de sistemas agrarios medioambientalmente sostenibles, económicamente viables y socialmente justos, pero también cultural y políticamente respetuosos con los individuos y las comunidades que los conforman. Al mismo tiempo, se entendió que la construcción de estos sistemas agrarios -principalmente destinados a la producción y comercialización de alimentos- debía hacerse a través de formas de acción social colectiva y propuestas de desarrollo participativo que contribuyeran a dar respuesta a la situación de crisis generalizada, tanto en los ámbitos rurales como urbanos. De este modo se pasó de hablar de la Agroecología como una ciencia multidisciplinar a una ciencia transdisciplinar, que no se apoya ni se construye únicamente sobre los conocimientos derivados de la academia (disciplinas, ciencias) sino que también se construye a partir de los saberes locales, de los saberes generados y acumulados por las propias comunidades protagonistas de los diferentes procesos de transición agroecológica. De los conocimientos campesinos tradicionales se puede extraer mucha información valiosa sobre el uso eficiente de los recursos, el agua, los nutrientes, el territorio…
A estas alturas, y en el contexto de crisis generalizada que ya se ha mencionado, ha quedado demostrada la incapacidad del actual sistema agroalimentario -basado en las energías fósiles, en la agricultura altamente industrializada, en un número reducido de especies vegetales y animales, etc.- para luchar de un modo efectivo contra el hambre y la malnutrición en el mundo. Además, cada vez se denuncia con más firmeza que esta incapacidad se debe, no a la falta de alimentos como tal, sino a haber supeditado esta esencial necesidad humana -la alimentación- a la dinámica de las grandes empresas multinacionales. Los alimentos se han convertido en una mercancía financiera más dentro de la lógica del mercado más voraz y capitalista: no se trata de garantizar la alimentación sino de especular con la producción y comercialización de estos productos, a lo que se añade un fuerte impacto ambiental (deforestación, reducción del material genético utilizado…), una importante contribución al cambio climático (elevadas emisiones de gases de carácter invernadero como consecuencia del consumo de energías fósiles para la síntesis de agroquímicos y para el transporte de los productos a lo largo del planeta) y una absoluta deslocalización de los procesos de producción y consumo.
No se debe olvidar además que la agricultura no sólo produce alimentos y otros productos, como por ejemplo fibras textiles. La agricultura, bien entendida y en consonancia con el medio natural y las personas, realiza una serie de servicios medioambientales como la protección del suelo, la fijación de carbono de la atmósfera, la creación de paisaje, etc. Por el contrario, la agricultura convencional, intensiva, industrializada o química provoca contaminación de suelos, agua y aire, contribuye al cambio climático, provoca pérdida de biodiversidad natural y cultivada, etc. Hasta ahora ha resultado más “barata” porque no ha contemplado en sus costes una serie de externalidades, es decir: costes ambientales, costes sobre la salud de las personas… a los cuales contribuye, pero que no asume.
Por lo tanto urge el planteamiento de alternativas que permitan desarrollar estrategias agrarias más sostenibles y que garanticen el acceso de las personas a los alimentos más allá de trabas económicas, sociales o jurídicas y es aquí donde la Agroecología es y será capaz de aportar valiosas herramientas. Así lo señalaba también el Relator Especial de las Naciones Unidas, Olivier de Schutter, en su informe “La Agroecología y el derecho a la alimentación” ante el Consejo de Derechos Humanos en el 2011, donde “exhorta pues a los estados a que dirijan sus esfuerzos hacia la Agroecología para poder así satisfacer las necesidades alimentarias de su población, al tiempo que plantan cara a los desafíos que presentan el clima y la pobreza”.
Desde luego, Canarias no se encuentra fuera de este escenario mundial, debiendo empoderarse para apostar también por la Agroecología como paradigma y herramienta con el fin de alcanzar mayores cuotas de soberanía alimentaria y hacer un uso más eficiente de sus recursos y de su territorio.
Nayra Lorenzo (Creando Canarias)