No cabe duda de que el territorio en el que nacemos o el que elegimos para vivir condiciona nuestra manera de ser, de sentir e incluso de expresarnos. Pero no caigamos en la trampa de identificar literatura y territorio y hacer de este un condicionante exclusivo; un error en el que se ha caído con frecuencia y nuestra historia literaria nos ofrece muchos ejemplos de ello.
Una literatura, es cierto, pertenece al lugar del que surge, pero si a este lugar lo convertimos en único objeto de adoración, si no hay en nuestra literatura un afán de universalidad que traspase nuestro limitado territorio, la convertiremos en verborrea estéril y sin sentido, degradando así el lugar que pretendíamos, de este absurdo modo, elevar a la categoría de lo poético. Porque todo lo que consideramos nuestro paisaje, lo que amamos al contemplarlo desde nuestras ventanas o azoteas —un lugar este último tan en la memoria de nuestra infancia en las islas—, solamente tendrá un sentido, no sólo poético sino también vital, si lo ponemos en relación con esa otra realidad mayor que es el universo.
Vivir en una isla condiciona, desde luego. Los espacios son muy limitados, de tal manera que los límites entre ciudad y campo son escasos y, como dice Pérez Minik: “El canario es hombre que vive muy cerca de su geografía, no sabemos si porque siempre la tiene a la vista, como un trasunto de su existencia, o porque esa geografía no lo deja nunca en paz.” Pero, sobre todo, existe algo fundamental y es que decir isla supone también y necesariamente decir mar. El mar es un elemento que nos aísla, pero es también una fuerza que nos empuja y nos abre la puerta a nuevos horizontes a los que nos invita.
Dácil, en el canto III del famoso poema de Viana Antigüedades de las Islas Afortunadas, se dirige al mar diciéndole: “Incierto mar, no sé si es bien que crea/ que atesoras el bien de mi esperanza/ que aunque creer es fácil quien desea/ temeraria es la incierta confianza,/ dudosa estoy cómo posible sea/ estar entre tus ondas de mudanza/ aquel que ha de venir a ser constante/ mi dueño, esposo y verdadero amante…” Para concluir diciéndole:”…mas tú solo eres mar quien el mal junto/ me puede dar o el bien de todo punto…”
A partir de ahí y salvando las distancias entre ficción y realidad ¿cuál ha sido en Canarias la relación de los escritores con el mar? ¿Ha continuado el diálogo de Dácil, lo han contemplado como esperanza de un camino desde o hacia donde llegar o, como dice Agustín Espinosa en su “Contramito de Dácil”, le ha vuelto la espalda porque ya no espera nada de él?
Desde luego, habrán de pasar bastantes años, desde Viana, para que el mar aparezca como una parte sustancial de la expresión vital y lírica.
Eso no quiere decir que el mar no esté presente en la poesía canaria hasta ese momento —a nadie se le escapa que todo habitante insular vive inevitablemente condicionado por su geografía; ya lo afirmó así Pedro García Cabrera en su tan recurrido texto “El hombre en función del paisaje”—, pero, como dice Pérez Minik: “Los poetas canarios lo han tenido (al mar) de manera perenne a la vista, pero casi nunca se enteraron de su existencia…” Y continúa lamentando: “tan escasos poetas para tan gran océano…”
Y es que, como apunté antes, no hay más que recorrer nuestra literatura, desde Viana o Cairasco hasta los primeros años del siglo XX, para ver cómo la visión poética del mar es la de un paisaje en el que, a la manera de las literaturas europeas y española, se envuelve el sentimiento poético. Es decir, un mar que aparece como marco, no como una auténtica vivencia.
Tenemos pues que llegar al Modernismo y, sobre todo a Alonso Quesada, para que la visión del mar se interiorice, se haga esencial. Y así, el mar se convierte en un símbolo muy en consonancia con la propia existencia vital y poética.
Porque no cabe duda de que, con Dácil, el mar se convierte en un territorio mítico para el insular, territorio que, aunque no es el único, sí nos da una visión más universal que es a lo que debe tender toda poesía.
Esto lo entendieron muy bien Pedro García Cabrera, Rafael Arozarena, Josefina Pla, Manuel Padorno o Ana Mª Fagundo, entre otros. Todos ellos con una manera particular, nos dan una nueva dimensión de ese espacio insular que habitamos, es decir, nos dan su manera de decir: isla. Otros habrán que comulguen o no con la poética de estos autores, pero sea cuales sean las diferentes visiones, pienso que cualquiera de ellas, para ser válida, tiene que unimismarse con la tierra, reconocerse en ella una vez haya descendido hasta sus más íntimos y oscuros lugares donde aprehenderla y, con ella, integrarse en lo universal, haciendo de cada hallazgo, un descubrimiento vital y cósmico.
Cecilia Domínguez Luis
(Una colaboración para Creando Canarias)