Nicolás sentía que la humedad se le resbalaba por su piel vieja, desgastada de tanta emoción. Aquel extraño sol de París no hacía más que traer a su repleta memoria los días calurosos de su juventud, cuando empuñaba las armas en su continente del sur, el que lo vio nacer. Pensando en África visualizaba también su Isla, la de la fresca, dulce e inolvidable sombra.
Hacía sol. Un sol como esos del trópico, que te envuelve, que te aprieta y te va aplastando contra los adoquines y no te suelta hasta que llega la ansiada tarde y, agotado, cansado de tanta fuerza derrochada, ese sol testarudo se marcha lentamente y Nicolás lo admiraba, lo saboreaba porque ya no tenía la absoluta certeza de volverlo a ver.
Vivía en el 111 del largo Boulevard Raspail, esperando la anunciada guerra, escribiendo en su pequeño gabinete, con la mirada puesta en el fascinante Cementerio de Montparnasse, al que bajaba a menudo, tan sólo por sentir el delicado placer de caminar entre la serenidad de la muerte. Esa misma muerte que, en su vida de militar, de republicano, de poeta, de bohemio, de farero frustrado en la Punta de Anaga, de ministro, de conspirador, de exiliado, de isleño, se le había acercado violenta e indigna.
Pobre de vocación, con una pulmonía atronadora y setenta y seis años que todavía lo sostenían, Nicolás, en esos días de calor, canturreaba octosílabos y recordaba a los ocho estudiantes de La Habana. Por ellos aborreció un ejército que, en 1871, ya lo había convertido en activo pacifista. Fue en la acera del Louvre, a las puertas del café. Allí escuchó las descargas del batallón de Voluntarios. La Habana estaba en silencio. Calladita, esperando la muerte inocente. Nicolás preguntó y la respuesta le trajo toda la angustia y la desesperación del empeño colonial. “Que los están fusilando”. Su ejército, su patria, estaba asesinando a ocho aprendices de doctores porque arrancaron flores del Cementerio General de La Habana.
Joaquín, el camarero, se quedó parado, yerto como La Giraldilla, viendo cómo Don Nicolás gritaba, con el dolor impotente que le atenazaba el rostro, imaginando que eran sus propios hijos los fusilados. Cómo salía a la calle y allí mismo, con La Habana estremecida, con el olor de la muerte recorriéndole hasta las entrañas, rompió su sable y abjuró del ejército que lo había traído hasta la isla dulce y esclava.
Tal era la excitación de Nicolás que Joaquín, con la ayuda de un compañero joven, tuvo que encerrarlo y buscar a un cirujano que lo sangrase, para quitarle la mala sangre que se le había metido en su cuerpo de isleño y, debilitado ya, llevarlo hasta su casa.
Nicolás Estévanez no durmió aquella noche. Ahora la recuerda como una de las más tortuosas de su vida, porque los ocho estudiantes se aparecían en sus sueños, con los pechos y los ojos abiertos, con los puños cerrados, aguantando la tristeza y la dignidad, como para que no se les fueran, aunque hubiesen muerto. Decía que aquella fue noche de insomnio y pesadillas, de delirio confuso, de dolor infinito porque le arrancaron el alma.
Recordaba a los jóvenes con cara de hijos. Recordaba a la muerte que andaba cercándole y por eso se fue al cementerio. No al de Montparnasse sino al del Este, al Père Lachaise, para sentarse, con todos los pájaros del Cementerio, en la tumba de su admirado Michelet. A desear que los canarios, cuando lo sepulten, lo arrullen con su delicada música. A esperar que alguien se acuerde de echar sobre su losa un puñado de alpiste.
José Manuel Hernández Hernández. Creando Canarias.