La Estrella Polar se construyó en Puerto Santiago. De madera, con catorce metros de eslora. Martín se apuntó, con otros treinta y dos más, sin que nadie se enterara. En secreto, clandestino. Nadie, ni los familiares. Cinco mil pesetas por pasajero. Un dineral. Para escapar del hambre y de la persecución política. Le gustó el nombre del barco porque esa estrella es la que guía a los marineros. La que lo orientó a él en tantas jornadas de pesca. La que nunca le falló.
Tenían que salir de noche y con sigilo, para que nadie los viera. Para burlar a la Guardia Civil. El ocho de octubre, en lo oscuro, a las diez, partieron de Playa San Juan. El año de la seca. Por delante tan sólo un mar de esperanza, un océano de incertidumbres. Por detrás las mujeres, los amantes, los hijos, las madres, la tierra querida y los militares que le negaban la existencia. Sin papeles, sin nada. A buscar trabajo, dinero y libertad. Para volver y hacerse una casita. Pero muchos no volvieron.
Y en La Gomera un telegrama, en la fiesta de octubre, en la de la Virgen bonita de Guadalupe, mientras los de Chipude bailaban tajarastes en San Sebastián, en la plaza. Eran las últimas fiestas de los gomeros que huían de la asfixia y que se acurrucaron en una estrella para cruzar el enorme charco azul. “La niña dio a luz, a las tres la operan”. Todo estaba listo, la Estrella Polar zarpaba a las tres de la madrugada por la playa de Roque Bermejo.
Entullada se fue de la Isla de los Barrancos. Bidones de gasoil y de agua. Kilos de gofio. Dos cochinos. Enlatados de la fábrica de conservas de Playa San Juan. Chícharos, arroz, garbanzos… Todo lo que se podía para un viaje incierto. Para no morir por falta de agua o de comida. Para no tener que matar a ningún pasajero y así reducir las bocas a bordo, como contaban que había sucedido más de una vez. Repleta de gente y de provisiones, la Estrella casi no sobresalía del agua, que se paseaba por cubierta con total impunidad. “¡Ay, mi madre, esto no llega ni de aquí al Hierro!» Daba lástima y miedo aquel barco. Algunos ni siquiera se atrevieron a embarcar, barruntando una muerte segura. Cogieron su maleta y se fueron. “Yo, que he estado condenado a pena de muerte y escapé, ¿me voy a ahogar aquí?” Y los que embarcaron, pues… “pa donde vaya el barco, vamos nosotros”. Eran las tres de la madrugada del año de la seca. Ya no había vuelta atrás.
Y en las casas de las Islas quedó la amargura y la tristeza. La Estrella Polar se hundió o los cogieron presos y están en Las Palmas, y el rumor macabro recorría el aire y los corazones de las madres y las mujeres. Pero no había noticia en firme. Nadie sabía. Sólo un mes más tarde. Un mes de temporalillos y de garugones de agua, del motor que se rompe y hay que arreglarlo y se vuelve a romper. De días en que la Estrella no se mueve y se queda fija en el agua inmensa. De desespero porque nadie huele tierra. De entretenimientos con los peces que vuelan y las toninas que vienen a hacer compañía. De agua racionada y de alegría desbordada cuando llovía y los clandestinos se ponían a beber como toros desbocados. De piojos que saltaban de cabeza en cabeza hasta tener que acabar rapándolas a todas. De folías y conversaciones sobre el futuro en la Venezuela de la abundancia.
Un mes y otro telegrama: “Llegamos”. Una sola palabra fue suficiente para armar parrandas, allí en Puntallana, donde está la virgencita, y celebrar la vida y la fortuna de ser libres, la oportunidad de la casita o el cachito de tierra, para que la familia saliera adelante.
Llegaron a tierra y fueron afortunados por sobrevivir. Como los más de siete mil canarios que cruzaron el Atlántico entre mil novecientos cuarenta y ocho, el año de la seca, y mil novecientos cincuenta. Como todos esos rostros fatigados que, desde el continente, hoy, tocan la arena de nuestras playas.
José Manuel Hernández Hernández/ Creando Canarias