«Los volcanes no se quedan bajo la tierra, la corteza es muy débil para contenerlos, entran por debajo de los pies y suben hasta la cabeza, conforman a los isleños a su imagen y semejanza: unos pocos, los canarios del fuego atormentados por la lava hirviente, inconformes, soñadores, propensos a la locura, dispuestos a quemar lo que no les guste, a quemarse ellos mismos en la aventura; otros pocos, canarios del viento, a los que las islas se les hacen pequeñas para su vuelo, orientados como veleros al alisio que los deje en las inmensidades americanas; unos pocos más, aunque cada día menos, canarios de la tierra, raíz inarrancable, dura, trepadora, que rompe la lava infertil y la transforma en campo de labor, que hace huertas escalonadas en las faldas de las más verticales cordilleras, que le roba espacio al barranco, que le roba espacio al mar, que estira la piel de la isla, que escarba en sus más hondas entrañas hasta encontrar agua; muchos, muchísimos más, la ¿abrumadora? mayoría, canarios aguados, corriente dócil y plegada al terreno, ciega y sorda, no importa si por el barranco o campo a través, si fecundadora o arrasadora, si discurre por canal limpio o por alcantarilla negra, va por y donde la lleven y empujen, lo mismo se pudre en un charco inmóvil que se despeña en cascada, riega los sembrados o los arrasa con la riada». Alfonso García-Ramos: Tristeza sobre un caballo blanco