Hace casi catorce años que vivo en Bruselas. O más bien en una de las varias Bruselas existentes. Catorce años dan para mucho, menos para hacerse una composición de lugar completa de esta ciudad caótica, fragmentada y acogedora que ahora también llamo mi casa. Aquí el panorama puede cambiar radicalmente con sólo cruzar dos calles. Las diferentes Bruselas hacen vida la una pegada a la otra, algunas en mundos aparte.
Ya ha pasado más de una semana desde los atentados. El foco de la prensa internacional se centra ahora en otros escenarios, pero aquí el flujo de noticias es incesante, los acontecimientos se suceden, cada día se conocen nuevos detalles, la situación política es explosiva y el ambiente sigue siendo tenso, a pesar de la tranquilidad con que discurre todo lo cotidiano. La vida sigue, pero nada es igual que antes.
Nada es igual, y no me refiero a la presencia de militares y policía armada en las calles, ni a las redadas, ni al horario reducido del metro, ni a las estaciones subterráneas cerradas, ni al aeropuerto inaccesible. Tampoco al miedo sordo que han dejado tras de sí los ataques a lugares por los que muchos pasamos casi cada día. Una semana y pico después del trauma de los atentados lo que verdaderamente ha marcado a esta sociedad es la constatación de que los atacantes son gente nacida y criada aquí. Y de que en sus barrios hay gente que los apoya hasta el punto de alojarlos y protegerlos, aun a sabiendas de lo que se traen entre manos.
Decía que Bruselas hay varias. Los ingresos per cápita en unas multiplican los de las otras, las que tienen hasta un 80% de inmigración. Si los extremistas xenófobos ya iban viento en popa en Europa, ahora se encuentran el terreno bien abonado. Es el fracaso de las sociedades multiculturales, la integración no funciona, proclaman. Contagian a las fuerzas políticas moderadas: «hemos pagado el precio de la ingenuidad de las izquierdas», declaró el ministro presidente de la Región de Bruselas Capital, liberal conservador. Lo peor es que llevan su parte de razón en cuanto a que en los barrios deprimidos parecen haber reinado la indolencia y el laissez faire de las autoridades durante décadas, hasta el punto de que hoy el salafismo y el wahabismo tienen una gran presencia en muchas comunidades musulmanas de Bélgica. Invariablemente aquejadas de pobreza, escasez de oportunidades, desempleo juvenil desbocado.
¿De verdad es la integración lo que ha fracasado? Los terroristas del 22M habían nacido y crecido en el país, se educaron en escuelas belgas (algunos con excelentes resultados en escuelas católicas), hablaban francés perfectamente (muchos casi no hablan árabe), apenas habían pisado una mezquita y no regían su vida por ningún tipo de precepto religioso. No es esa la descripción de alguien con problemas de integración. Creo que la cuestión es mucho más compleja, y pasa necesariamente por sopesar otros elementos, todavía más incómodos. Como por ejemplo que las sociedades europeas por lo general rechazan parte de la identidad de sus conciudadanos musulmanes, y que ese rechazo tiene consecuencias psicológicas (y no sólo) nefastas para muchos jóvenes. O como el acendrado colonialismo todavía vigente y relacionado con lo anterior; buena parte de Europa sigue mirando más o menos conscientemente a los pueblos antaño colonizados desde la superioridad, lo que determina en gran medida la acogida que brinda a sus ciudadanos de ese origen. Esta es una ciudad en la que Leopoldo II sigue siendo celebrado, en la que se rechaza por controvertida la propuesta de dedicar una plaza a Patrice Lumumba en el barrio congoleño.
Pero el elemento fundamental a mi juicio es el de la hipocresía de los europeos, que sirve a los extremistas como base para su locura y como justificación de la barbarie injustificable en ningún lugar del mundo. La complacencia con el totalitarismo sanguinario y teocrático saudí, a quien vendemos armas para masacrar Yemen y condecoramos sin empacho; la aceptación despreocupada de la ocupación, explotación, humillación de los extremistas israelíes en Palestina; las intervenciones a sangre y fuego en Libia e Irak; la guerra por intermediación en Siria; el drama de los refuciados. Todo ello alimenta la rabia y la pulsiones violentas de miles de jóvenes y no tan jóvenes desclasados, atraídos por la mística de la guerra, ávidos de sentirse alguien y tener reconocimiento. Son presa fácil de los reclutadores fanáticos, se sienten plenamente legitimados para ejercer la violencia contra Europa. Para devolverle la moneda.
La única salida es eliminar la fuente de la «justificación». Abandonar políticas militaristas, de proliferación armamentística y de «exportación de la democracia». La vía pacifista como única salida, Europa como verdadero actor de la concordia en el mundo.¿Utópico? Muy posiblemente, aunque son cada vez más los que toman conciencia de que de ello empieza a depender no ya la paz en el mundo como objetivo abstracto, sino su propia seguridad inmediata. ¿Es demasiado tarde para Europa? Está por ver. Pero Canarias haría bien en no repetir el mismo error. Ahora que vuelve la amenaza de la guerra justo al lado del Archipiélago, ahora que la sombra del terrorismo se cierne sobre todos, ahora más que nunca tiene Canarias que separarse claramente del belicismo occidental. Negarse a servir de base para operaciones militares de la OTAN, replantear y dotar de contenido la vieja aspiración de asumir un estatuto de neutralidad y en definitiva conformarse en territorio y plataforma para la paz. De ello va a depender nuestra propia seguridad.