
Estábamos comiendo en casa de unos amigos. Celebrábamos el cumpleaños de la pequeña Eva y compartíamos mesa con amigos de diferentes países europeos.
Hablando con Margarida, portuguesa, blanca y defensora convencida del proyecto político de la integración europea, la conversación deriva hacia la infancia. Me entero de que es nacida en Angola, antigua colonia lusa.
«Sí, en realidad lo normal hubiera sido que me hubiera criado allí, pero las cosas se torcieron. Con la independencia -y aunque mi familia siempre tuvo relaciones cordiales con los vecinos- el resentimiento sordo contra el colonialismo empezó a traducirse en animadversión hacia los blancos.
Al principio, nuestros amigos negros nos protegían, pero era evidente que no podíamos seguir allí mucho tiempo. Se planteó que nos mudáramos a Sudáfrica, pero yo ya había nacido y una de mis abuelas era negra: hubiera carecido de algunos derechos básicos solo por ello. Además mi madre se negaba a vivir en un país en donde se discriminaba a la gente por el color de su piel.
En eso estábamos cuando, después de barajar como opción varios países vecinos -que mis padres descartaron por diferentes motivos, recibimos una carta desde Portugal, donde se habían asentado unos amigos angoleños. Al parecer, no les iba del todo mal. Así que mi madre y yo partimos para Europa.
Mi padre se quedó un tiempo más. Hasta que un día vino a buscarlo la policía a punta de pistola para expulsarlo del país. Él replicó que era tan angoleño como ellos, pero recibió por toda respuesta una indicación para que subiera al coche que lo llevaría al aeropuerto. El sueño de esperar a que pasara la tormenta para volver a reunir a la familia en casa, en Angola, desaparecía para siempre».
Tras unos segundos de silencio, Marga me confesó que le gustaría volver a Angola. Por ella, pero también por sus hijas, para que conocieran «el país de sus antepasados».
Tras llegar a Portugal, la adaptación no resultó fácil. A pesar de hablar portugués y ser blanca, ella seguía sintiéndose africana y los portugueses la consideraban una inmigrante.
La historia de Margarida y de su familia testimonia que hay comunidades blancas establecidas en África desde hace siglos. Y es un historia que me impactó mucho. Supongo que porque también nací en África, en una isla preñada de topónimos de resonancias africanas: Tafira, Agüimes, Tejeda, Guiniguada y tantos otros; porque soy blanco y también vivo en Europa hace años; y porque, al igual que ella, me gustaría transmitir a mis hijos cariño por el país de mis antepasados.
Y, sin embargo, hay también grandes diferencias entre el vínculo emocional que personas como Marga mantenían -y mantienen- con el continente, y el nuestro: En Canarias África produce tanta atracción como rechazo; de repente seduce para luego generar desdén; pero, sobre todo, es ignorada y tratada con indiferencia. Pocas veces se piensa en el continente. Son momentos en los que -como hace unos días- llega una patera llena de personas desesperadas; en los que África se cuela en casa, no a través del televisor, sino como si de un embate de calima sahariana se tratara. En Canarias se vive el día a día como si se pisara suelo europeo.
Y, sin embargo, en pocos lugares del mundo la arqueología se convierte en titular de grandes medios de comunicación cuando aparecen restos de viviendas, de enterramientos o de lugares de culto de los habitantes precoloniales. En pocos lugares del mundo hay tantas manifestaciones artisticas como las de Chirino, Manolo Millares, Armando Ravelo, Taller Canario, Alfonso García-Ramos, en las que los elementos precristianos estén tan presentes.
África nos asusta tanto como nos fascina, nos incomoda como nos atrae. A nosotros, a estos blancos africanos habitantes de unas islas varadas en el Atlántico frente a la costa sahariana. El tiempo dirá si, más pronto que tarde, como la niña o el niño adoptados que buscan a sus padres biológicos -aunque sean ya adultos y lleven su propia vida, las canarias y los canarios podremos mirar a nuestro pasado y asumir nuestra ubicación geográfica con la misma frescura y el mismo cariño con el que Marga recuerda los colores, los olores, la luz y los sonidos de su Angola natal.