
Volvió Manolo – en Canarias, no hay otro- por donde solía y lo hizo simbólicamente donde comenzó todo. El Chiste-ra sigue teniendo el halo mítico de ser aquel lugar donde en los ochenta un muchachito de La Isleta comenzó a sentar las bases del humor canario moderno. Bebía de las fuentes de Pancho Guerra -cómo no hacerlo- pero lo suyo era algo con carta de naturaleza propia. Para empezar venía de un barrio de Las Palmas que, injustamente, hasta entonces parecía que sólo podía ser asociado al fracaso y al subdesarrollo. En una sociedad que se acababa de dar el toletazo del boom del turismo, el contexto ya sólo podía ser eminentemente urbano. Usaba además un habla canaria de honda raíz popular, pero sin caer en las exageraciones del costumbrismo que Guerra había ejercido con su atávico Pepe Monagas. Por último, y no por ello menos importante, sus retratos de nuestra gente destilaban cariño, empatía, vivencias en primera persona y una agudeza poco común. No había ni hay en su trabajo concesión al menosprecio, la burla, la endofobia: frente al recurso facilón de escachar la autoestima del canario, su reivindicación constante de la canariedad sin complejos. Su capacidad de observación no era sino la antesala de una asombrosa alquimia tras la cual se destilaba un humor para todos los públicos pero, sobre todo, para un pueblo muy necesitado de renovar las claves propias de su humorismo. Y, tras algunos prolegómenos menos conocidos, todo empezó allí, en Chistera. Y justo allí es donde Manolo, nuestro Manolo, volvió la noche de Fin de Año para encontrarse con todos nosotros.
Debe ser que jugaba en casa y se le notaba cómodo, menos encorsetado que cuando lo hemos visto, otros Fines de Año, en auditorios mayores y más formales, aunque igual de entregados. El público cercano, las distancias cortas, las risas que no se pueden enlatar sino que se desmadran porque así suele suceder con el buen humor… Todos estos ingredientes se dieron cita en el Sólo por reír. Yo volví a ser, por unos instantes, aquel pibito que ponía una y otra vez el vinilo de El ambulatorio. No hay dinero que pueda pagar eso. De propina, no faltó la música. Manolo, nuestro Manolo, demostró que sus habilidades no terminan en el arte de la comedia. Es también, como se dice por otras latitudes, un showman, capaz de hipnotizar a su público y dejarlo pensando horas después. ¿Acaso el buen humor no es siempre inteligente? Creo que en su boceto de la peculiar forma de enfrentarnos a la muerte que tenemos los canarios pudimos reconocernos todos. Tal vez ya no tanto en su retrato de una vida urbana que apenas existe y, sin embargo, nos resulta familiar porque todos, de una manera u otra, venimos de allí. O fuimos esos niños humildes y traviesos, siempre dispuestos a explorar lindes y barrancos, o lo fueron nuestros padres. Por eso, Manolo también es un homenaje a lo mejor de nosotros mismos, a cómo fuimos y a cómo seguir siendo, sin dejar de serlo. Manolo, vaya desde aquí un deseo y una promesa: no te mueras nunca, pero si se te ocurre morirte, allí estaremos todos. Con nuestro timple.
Post Scriptum: Ésta es mi última entrada en tamaimos.com El proyecto crece, está en muy buenas manos y son muchas las personas que ya escriben en esta revista promoviendo un estilo de pensamiento, una perspectiva propia y autocentrada. Nadie es imprescindible. Dejo el teclado para dedicarme a otros asuntos de índole parecida. Quiero agradecer a tantos lectores su paciencia y generosidad al leer, comentar, compartir, etc. mis escritos, primero en Canarias Nación y luego en tamaimos.com, desde el 2006. Estos primeros diez años dieron para mucho pero lo mejor está por llegar. Estoy seguro de que seguiremos compartiendo camino e ideal. Abrazos.