
Yo sólo quería sentir su sabor. Me había entrado por los ojos, y por ese motivo sabía que tenía la necesidad de probarlo.
Desde que lo vi supe que iba a gustarme, y dado que no soy bueno de boca, algo que considero más una virtud que un defecto, me dieron todavía más ganas por lo excepcional que parecía. Su textura se presentaba suave y brillante, de forma extraña pero vistosa.
El olor me evocaba alguna nostalgia lejana de futuro, como añoranza de lo nunca sucedido.
Lo volví a encontrar después de dos días en el bar donde lo había visto. Pregunté mil cosas para evitar indigestiones ya vividas y consideré que conocía todo lo indispensable para convertirlo en mi plato preferido, aun sin haberlo testado.
La receta la aprendí al instante, como si la conociera de toda la vida, a pesar de no ser tradicional de mi pueblo.
Entonces lo probé en casa.
Quienes me conocen saben que muero por comer bien caliente, así que en la preparación no escatimé nada en calor.
Me gustó tanto que ya no quiero probar otra cosa, y ahora me pregunto: ¿Cómo me lo quito de la cabeza?
Creo que dejé el fuego encendido, y así, como siempre, acabaré quemado.