Fue una noche de esta semana. Cambiando canales de televisión vine a caer en uno que parecía ser algo así como una versión barata, más barata, de Telecinco. Allí daban la archiconocida Ocho apellidos vascos y me detuve a verla. Sólo un rato, porque aquello no había quien lo aguantara. Debo decir que, aunque con el paso de los años he ido refinando mis gustos cinéfilos, no soy de los que no pueden divertirse con una película ligera, sin mayor pretensiones. Tiene que haber de todo. Sin embargo, los diez o quince minutos que concedí al taquillazo español fueron directamente un insulto a cualquier forma de inteligencia que pudiera habitar en este planeta. Decir que se trata de un ramillete de tópicos es quedarse corto si uno no dice que los mismos aparecen edulcorados y banalizados hasta extremos que harían sonrojarse al más indiferente. ¿En serio ésta es la película más vista del cine español de la Historia? ¿Esta acumulación de estereotipos, de buenismo exacerbado donde hay un vasco fortachón, una vasca con flequillo, una lozana andaluza y un galancito andaluz supuestamente gracioso? En cualquier caso, para que no haya dudas, en sólo quince minutos destilaba el producto la carga ideológica correspondiente: hay que limitar las diferencias nacionales a los coros y danzas regionales puesto que los nacionalismos no son sino una vuelta al pasado, un aldeanismo que no tiene ningún sentido en este mundo sin fronteras ni vallas, como todos sabemos.
Ya la segunda parte se ha estrenado con todo despliegue de propaganda. Toca ahora convencer a los catalanes de que donde esté el gracejo español, que se quite la autodeterminación. Esta semana andaban repitiendo la fanfarria hollywoodiana de la alfombra roja en Madrid, que es donde se estrenan las cosas antes de ir a provincias. En Telecinco no se cortan ni un pelo y admiten que había que estrenarla deprisa y corriendo para que entrara en la cuenta de resultados de 2015. Sus guionistas no demuestran mucha más vergüenza cuando dicen sin tapujos que en la primera parte, el “referente” era Los padres de ella, mientras que en el caso de la inevitable secuela, sería La boda de mi mejor amigo. ¡Qué más quisieran! Tanto la una como la otra, con ser ligeras, le dan veinte vueltas a este subproducto casposo del landismo revisitado, versión “España de las autonomías”, donde supongo que al final triunfa el amor. El señorito andaluz ya no corretea tras las suecas en top-less sino que ahora vuelve su mirada sobre el «producto nacional», reuniendo así lo que nunca debió separarse. Menos mal que nunca habrá nada parecido a unos Ocho apellidos canarios. Miren por dónde, la invisibilidad de todo lo canario, por una vez, juega a nuestro favor.