Ando leyendo un clásico de la antropología, Cerdos para los antepasados, de Roy Rappaport. Es común la distinción entre civilizaciones porcófilas y porcófobas. Las primeras habrían hecho del culto al cochino -así llamábamos antes en Canarias al cerdo- un elemento central de su vida social. De ahí al ritual místico-religioso, sólo mediaba un paso. Las segundas habrían convertido al dichoso animalito en blanco de todos los miedos y suspicacias posibles. De ahí al tabú, sólo mediaba un paso. Luego Marvin Harris lo explicó todo mucho mejor que lo que yo pueda resumir ahora, sentando las bases de la antropología materialista. En Canarias somos más porcófilos que porcófobos, pero, al paso que vamos, esto también será una cuestión de minorías. Así sucede con quienes nos obstinamos en consumir productos del país y vemos cómo, ¡ay!, nuestro menguante poder adquisitivo nos aleja irremediablemente de las ricas y frescas carnes del país que aún se pueden conseguir en las carnicerías de nuestros pueblos y algunos barrios. No digamos ya el cochino negro, que a este ritmo acabará adoptando los perfiles de algún animal imaginario, como el unicornio. Sólo los más viejos del lugar recuerdan ya cómo era esa criatura. Nos vemos obligados la mayoría a acudir, como ovejas al matadero, a las grandes superficies a comprar la carne enriquecida con clembuterol que nos mandan desde España, Brasil, el Este de Europa,… Jamoncitos de pollo a un euro el kilo recién llegados desde Minas Gerais y alrededores. ¡Qué manjar! Si hasta el bocadillo de pata mañanero llegó de fuera…
Los escandalosos niveles de dependencia alimentaria en nuestro país hacen del producto canario una víctima abnegada de la ley de la oferta y la demanda. Como no producimos lo suficiente, los precios son astronómicos y, por tanto, el consumo es ínfimo. Además, en Canarias, somos muy dados últimamente a transformar lo que no es sino coloniaje alimentario en una suerte de refinamiento impostado que casa muy bien con toda la tontería que rodea últimamente a la gastronomía. Así, en un archipiélago donde todo el mundo puede venir y pescar menos nosotros, compramos las latas de atún barato pescado en nuestras aguas a las grandes conserveras gallegas, mientras que si uno quiere atún en conserva de El Hierro, entonces prepárese para hacerse con un bote de cristal con lazo y pagar siete euros por la “experiencia isleña”. Uno, que se crió con latas de sardina Ojeda, entre otras cosas, se niega a pasar por ese aro. Ahora parece que entre la Cofradía de Pescadores de La Restinga y Narvay Quintero andan preparando una revuelta sobre el asunto que ríanse ustedes de Juan Francisco de León. Habrá que volver a cercar Caracas. Algo parecido sucede con las papas bonitas, que uno puede comprar en Madrid a unos 25 euros el kilo. Y eso que no se pueden exportar… Las masas populares canarias tienen que conformarse con las papas de Israel, también subvencionadas, por supuesto. Nada como un poco de sionismo sancochado para alegrarle el plato a uno. ¿La cerveza? Mahou ¿El agua? Lanjarón. El vino canario, ni les cuento. Subvencionamos el Rioja y el Ribera para que los importadores puedan llegar a fin de siglo y de paso les sobre -sin segundas- algo para financiar campañas electorales, mientras que el vino canario embotellado no baja de los seis euros. Si mira usted la fruta, agarre bien la cartera porque no hay manera. Mejor comprar las peras de Chile, las naranjas de Valencia, las uvas del Pirineo, las bananas de Ecuador… ¡Si hasta algunos candidatos electorales son de fuera! Me dijeron en la Recova que los tenían en cámaras junto con sus partidos, esperando que subieran los precios… A este paso, los antropólogos del siglo XXI podrán dividir las civilizaciones entre las fuerófilas y las fuerófobas, sólo que algunos no podremos ni elegir entre cuáles queremos figurar.