Ando por Iparralde, la parte “francesa” de Euskal Herría. Vengo de Hegoalde, la parte “española”, donde visité el Chillida-Leku y cruzo por Irún – Hendaya. Crecí en un país sin trenes y así me gustaría que siguiera siendo. Sin embargo, no dejan de tener para mí el encanto de las historias de Conan Doyle, donde siempre hay un tren que sale de Paddington o Victoria. Las fronteras en Europa ya son un trámite y ésta, afortunadamente, ya perdió buena parte del dramatismo que tuvo no hace tanto. Es una muga asible, accesible, porosa. Muchas cosas me atraen de aquellos lugares. En primer lugar, la combinación de paisajes con innumerables tonos de verde y riscos costeros donde rompe la espuma o playas de arena rubia, que invitan más a la contemplación que a bañarse en ellas. Ahora el surf forma también parte del escenario habitual. También los cascos antiguos de pueblos y ciudades bien cuidadas y limpias ofrecen excelentes paseos al viajero. Todos se pueden recorrer a pie, están hechos a la vieja usanza, a escala humana. Por todos lados, la gastronomía local es ensalzada, con justo orgullo y evidente éxito comercial. Se entrevera lo vasco y lo francés, a ojos del visitante, al menos, en bella armonía. Bayona me sorprende. San Juan de Luz es un encanto y Biarritz te hace viajar a finales del XIX, cuando era lugar de reunión de aristócratas y burgueses que dejaron huella en innumerables construcciones magníficas. Vuelvo a imaginar misterios en torno a collares robados y ricas herederas. Hay alguna sinagoga, también alguna iglesia ortodoxa. A mí me encanta descubrir detalles iconográficos vascos en las iglesias, recónditas ikastolas, oír el euskera pronunciado con un ligero acento francés… Casi uno puede imaginar al Padre Brown al encuentro de algún jesuita vasco que le confiaría la resolución de un misterio. Respira uno autenticidad por estos parajes. Es eso lo que atrae a tanto visitante. ¿Quién dijo que había que convertirse en otra cosa, en otras personas para enamorar al forastero?