Volvíamos de Sanare, a donde habíamos vuelto a visitar viejos amigos. Uno se siente muy bien en aquel clima casi fresco que tanto recordaba a las medianías de las Islas Canarias. El Estado Lara guarda una importante variedad climatológica que contrasta con la mayor uniformidad del resto de Venezuela. Hasta las curvas que debían devolvernos a Barquisimeto se nos parecían a la carretera vieja que nos llevaba al Madroñal. Llevábamos todo el día conversando acerca de las siguientes elecciones y las posibilidades del chavismo y la oposición. Precisamente en el Estado Lara, la oposición había aprovechado que Henry Falcón había saltado la talanquera -cambiarse de chaqueta decimos nosotros-, enredado en un asuntillo con las Industrias Polar y había conquistado aquel importante bastión, capital incluida. En esas y otras cuestiones andábamos cuando, tras un recodo, apareció ante nosotros la inmensa llanura de Quíbor. Podría ser llamada, sin miedo a la exageración, la huerta de Venezuela. Allí se cultiva de todo, entre otras, verduras que llegaron de allende los mares: calabazas, calabacinos, tomates, lechugas… Mi amigo Juan Ladino adoptó entonces un tono grave para decirnos: “Aquí ven el valle de Quíbor. Esto era un puro desierto hasta que los canarios llegaron e hicieron de él lo que ven hoy. Lo levantaron con su esfuerzo, trajeron sus semillas, sus técnicas de riego… hasta cabras. Vaya una gente trabajadora”. Una vez me dijeron en Caracas: “¿Tú quieres ver canarios? Vete al mercado a las cuatro de la mañana y allí los verás a todos trabajando”. Ni rastro del “síndrome del aplatanamiento”. Esa calumnia no llegó allá. Sólo sirve como método de escarnio y autoflagelación en las islas. Una forma de dominación que no resiste la prueba de un pueblo esforzado, de ancianos con huesos quebrados y manos encallecidas de tanto trabajar mientras los llaman aplatanados.