En el barrio donde nací no había biblioteca; ni ludoteca, centro cultural o de mayores; ni salón de actos ni de reuniones. Lo único que nos quedaba a los chiquillos después del colegio y de hacer los deberes era estar botados en la calle o en el barranco. Por suerte, mi quinta se crió en un ambiente sano y nos rompíamos los codos en la acera imitando a los porteros que veíamos tras los dibujos de Naranjito: Renat Dasaev y ‘Nkono eran mis favoritos. No le ocurrió lo mismo a la quinta de los mayores, que nos llevaban ocho años o así: raro fue el que terminó estudios y más de uno se doctoró en (sustancias) químicas.
En medio de aquel erial cultural (el normal de cualquier barrio de Las Palmas), se hicieron y se formaron artistas, educadores, agricultores y agentes forestales. A pesar de la falta de posibilidades, a pesar de que al parecer habíamos nacido solo para pegarle patadas a un balón, y gracias al esfuerzo de nuestros padres, fuimos un buen puñado los que encontramos camino.
Me cuentan ahora mis familiares allí en el Barrio de Quilmes, en Tafira Baja, que la situación no ha cambiado tanto. Por un lado, vecinos emprendedores y con mucha cabeza han puesto en marcha herbolarios, asaderos de pollos, tiendas de aceite y vinagre y más, lo que le ha dado un nuevo dinamismo al barrio. Nunca le faltó a Tafira Baja gente luchadora que, a pesar de las dificultades, sacara adelante empresas de las que, al fin y al cabo, nos beneficiáramos todos. Pero no es menos cierto que sigue sin haber una biblioteca, un centro cultural… ya conocen ustedes el resto. Y esta falta de oportunidades de ocio, de formación, de encuentro sano, están pasando factura. Hay jóvenes en el barrio que han encontrado en porquería química para evadirse lo que les parece el único camino. No hemos aprendido en el barrio. Ni los que siguen dentro ni los que nos hemos ido fuera.
Siempre noté un cierto «cada palo que aguante su vela» en mi barrio. No hacía falta decirlo. Era el lema de cada familia. «Mi guerra es de puertas para adentro», parecía decir silenciosamente la cara de cada tafireño al abrir la puerta por la mañana. ¿Pero realmente se puede librar la batalla de puertas para adentro sin lugares para el encuentro, sin un proyecto en común, por modesto que sea? Me temo que no. Que ese aislamiento termina pasando factura.
Recuerdo con cierta nostalgia las fiestas de mi infancia, organizadas por un grupo de entusiastas liderado por Augusto, el de la tienda, y por Paco Ramírez. Esas fiestas creaban sentimiento de pertenencia, ilusión y, sobre todo, unían a la gente que se encontraba en la Plaza del General San Martín para comerse el sancocho bajo los árboles.
Se respira ahora en Gran Canaria un optimismo que hacía mucho que faltaba: el nuevo gobierno Morales y el ascenso de la Unión Deportiva han supuesto el revulsivo que la isla tanto necesitaba. Hay también nuevo gobierno municipal en Las Palmas. Espero que dotar a los barrios de medios humanos y materiales para el ocio infantil y juvenil, así como de actividades complementarias al tiempo de estudio sea una prioridad para los nuevos gobernantes.
Pero lo más ilusionante sería que los tafireños de dentro y de fuera, los viejos y los nuevos dibujáramos el barrio que queremos para nuestros hijos, padres y hermanos. Nadie espera que el General San Martín se eche un dancing en una noche de verano. ¿Pero y un barrio vivo donde nuestros pibes tengan verdaderas oportunidades de formación y de ocio sano? ¿Verdad que valdría la pena?