
Sapa, al norte de Vietnam, no muy lejos de China, recuerda vagamente los barrancos de La Gomera. No hay palmas guaraperas pero sí las cadenas características de quien quiere aprovechar los desniveles para cultivar de la manera más eficiente posible. El clima es agradable, casi fresco, sobre todo si uno lo compara con el resto del país. Es territorio H’mong, la etnia que Clint Eastwood retratara en Gran Torino. No es difícil apreciar que viven sojuzgados. El negocio turístico está en manos de otros mientras ellos se tienen que conformar con vender sus baratijas. Se siente uno como en casa. Huan, nuestro guía, es un joven dedicado de sonrisa permanente. Se entrega a la tarea de enseñarnos la zona con el mismo entusiasmo con el que lucha con el inglés. Es muy sociable y en seguida pegamos la hebra. Me habla de su familia, de sus orígenes. De pronto la conversación toma derroteros insospechados. Huan me empieza a preguntar por su propio país, por Vietnam. Se queja de que lo conoce poco y de que los medios de comunicación no le sirven para hacerse una idea más o menos fiel del mundo en que vive. Rápidamente descubro que he estado en unos cuantos sitios más que él. Recuerdo otra conversación en el delta del Mekong. Otro joven me decía que tenían lo peor del capitalismo (niveles de explotación altísimos, salarios ridículos, jornadas maratonianas, sanidad y educación privadas…) y lo peor del comunismo (falta de libertad de expresión, derechos civiles coartados, crecientes desigualdades en función de tu adhesión al régimen…). Huan habla con muchos turistas y a todos les pregunta de dónde vienen, cómo es su país. Le tengo que dibujar un mapamundi para ubicar las Islas Canarias. Intento aprender el nombre de mi país en vietnamita pero me es imposible. Se queda asombrado cuando le digo que en mis islas africanas hay paisajes parecidos al suyo. Mientras las mujeres H’mong nos acosan para que les compremos algo de artesanía, me cuenta de sus encuentros con los turistas vietnamitas afincados en los Estados Unidos. Le parecen arrogantes, prepotentes. Hacen ostentación de su extraordinario poder adquisitivo, como irónica demostración de que ellos tenían razón al apoyar al imperio durante la guerra. Buscan provocar a Huan atacando a Ho-Chi-Min. Hacen bromas sobre su permanente soltería, para ellos prueba de homosexualidad. Otros insisten en que el líder vietnamita tenía hijos ilegítimos por doquier, que no era tan puro como quería aparentar. Huan les responde orgulloso que todos los vietnamitas son hijos de Ho-Chi-Min. No hacía muchos días desfilamos ante su cuerpo embalsamado. Al final del camino, ya sentados, me regala un tanque de papel que aún conservo. Es el regalo, me dice, de un pueblo guerrero, que en un siglo venció a tres imperios: chinos, franceses y estadounidenses. Y, lentamente, nos dirigimos al punto donde un furgón nos recogerá para devolvernos al comienzo del barranco. Abajo quedarán los H’mong, con las sobras que hayan podido alcanzar de los turistas que disfrutamos de su país, pagando a otros por ello.