
La palabra más repetida en las pasadas elecciones fue cambio. Sin duda, los comicios se vivieron como un punto de inflexión en el transcurso rutinario de los acontecimientos y eran muchos, y de variados sectores, los que entonaban cantos de sirena en aras de un momento histórico.
Conceptualizaciones aparte, es una evidencia que los representantes públicos de fuerzas transformadoras en nuestro país, son muchísimos más que en legislaturas anteriores, e incluso se ha logrado la formación de nuevos gobiernos progresistas que permitirá, esperemos, generar dinámicas alternativas a lo que viene siendo el ejercicio del poder institucional, por parte de las élites político-económicas en el Archipiélago.
Sin embargo, ese momento histórico, materializado en una representación institucional cuantitativamente mayor se torna espejismo, cuando observamos la enorme grieta que existe entre los ciudadanos y las instituciones que les representan. Frente a los que vaticinaban que el cambio venía precedido precisamente de un aumento de la participación, auspiciados por las nuevas fuerzas que entraron en el escenario político, la realidad fue tajante, manteniéndose casi inalterable el número de votantes en comparación con los anteriores comicios en las Islas Canarias.
Algo falla para que el 40 % de la sociedad canaria, en medio de una de las peores crisis socio-económicas de su historia, actúe como mera receptora de políticas que les son ajenas salvo en su implementación última, cuando las sufren o las disfrutan. Casi la mitad de un pueblo que no ejerce la única manifestación del ejercicio de su soberanía que tiene cada cuatro años. La razón de que esto ocurra, posiblemente la más básica pero al mismo tiempo la más certera, es que la gente no ve en la política ni en lo político, un mecanismo efectivo de resolución de sus conflictos diarios ni vitales.
Con la excepción, hilando fino, de lo local, donde la participación y donde la vinculación de la política con la vida de las personas del municipio está en lo general mucho más presente.
Ambos hechos contrapuestos deben marcar la hoja de ruta para que el cambio sea efectivo, trabajar en lo local parece ser el germen de un proceso transformador pleno, encontrando el equilibrio entre esto y no dejar de tener ambiciosa presencia en las instituciones supramunicipales, siendo conscientes que es en lo más cercano donde se genera el cambio real.
Y es que, es cierto que desde los núcleos de poder se pueden generar políticas de arriba a abajo que permitan aumentar la capacidad crítica a través de elementos pedagógicos y medidas sociales; o también, entre otras muchas iniciativas, permitir avanzar en la politización ciudadana con la mejora de las condiciones materiales de vida, y aumentando los parámetros sociales de bienestar. Pero, la idea que reside en este mismo pensamiento institucionalista, es que el cambio radica en el individuo, y es este, el que puede construirlo apostando por la transformación paulatina de sus propias dinámicas para consigo mismo y con el colectivo.
Quien piense que el cambio de los procesos sociales en las Islas Canarias a golpe de silbido con la única bandera de la toma de las instituciones ondeando, la lleva clara. El verdadero reto es combinarla con la del trabajo en la sociedad civil y la politización ciudadana. En una sociedad multipolar, donde la atomización de las necesidades de los individuos se hace cada vez mayor, es necesario construir redes de organización social que puedan generar el proceso de cambio real en torno a objetivos concretos, que involucre a un sector mayoritario de la población y que genere, a su vez, una transformación social que nos lleve a un verdadero momento histórico para esta tierra.