La cultura popular es el alma de una sociedad, es la fuente de identidad de un pueblo. Nos aporta valores como colectivo humano y nos hace cómplices de nuestra naturaleza. Vivida de manera sana la identidad nos ayuda a empatizar con otros pueblos del mundo y nos humaniza haciéndonos partícipes de la riqueza que constituye la diversidad universal. Siendo así, ¿sería razonable imponerle un copyright?
Cuando chinijo me crié en un ambiente urbano. En torno al Puerto de La Luz la diversidad de nacionalidades y continentes de nuestros vecinos saltaba a la vista. Lo rural quedaba tan lejos como el arraigo. No obstante confieso que hoy valoro como nunca el haber crecido arropado por nuestra cálida habla, los relatos de mi padre sobre nuestra historia mientras saboreaba el gofio en la leche y los potajes.
Como en tierra extraña vivía rodeado de influencias enriquecedoras pero carentes de reciprocidad con respecto a la cultura propia del lugar. Estaba en Canarias y no estaba, mi realidad no se interpretaba en la escuela ni en los medios. Mi identidad no se vivía en la calle, era un exotismo del que apenas quedaba rastro.
La canariedad era un enigma para mí siendo yo natural de esta tierra y me preguntaba el por qué. Llegué a suponer durante muchos años que quizás no se trataba de una identidad muy relevante, mi suposición parecía la correcta cuando otros fruncían el ceño de extrañeza y desdén al mostrar mi interés en la vaina. Inconscientemente me transmitieron vergüenza de querer ilustrarme al respecto. Los añejos indígenas serían el único referente del ser canario, serlo hoy más allá del apelativo constituiría un desfasado romanticismo, concluí.
Pero no me conformé. Maravillado gracias al ya mítico ‘Natura y Cultura de las Islas Canarias’, de Pedro Hernández Guanir, leía cada día y comprendí que la canariedad era hoy una realidad aunque a la sombra de lo exógeno. Mi diagnóstico con el tiempo no podía ser otro; la reducción de la cultura isleña al folclore y la romería, nuestra habla al humor y nuestra historia al silencio formarían parte de una estrategia de absorción cultural donde el fin último sería, parafraseando al inolvidable Wert, españolizar a los canarios. La historia lo contextualizaba en una continuidad de lo que comenzó en la conquista del Archipiélago.
Continúo creyendo que la sentencia no carecía de cierta certidumbre. Sin embargo, actualmente osaría asegurar que caeríamos en un miope simplismo si lo diéramos por cerrado. Las causas que impiden la difusión de la cultura canaria deben ser analizadas en toda su complejidad sin obviar un factor que quisiera compartir con ustedes.
Mi periplo siguió. Mi acercamiento a nuestro acervo cultural más ancestral me fue confirmando desafortunadamente algo que ya intuía. La cultura canaria se hallaba recluida en la marginalidad constituyendo una perfecta metáfora de la reserva india estadounidense. Obviamente el sentimiento de complicidad e impulso de implicación creció siempre bajo la única premisa de contribuir en medida de mis posibilidades a que esta riqueza heredada de nuestros ancestros no desapareciera. Pronto entendería que la situación es más compleja y que existen más escollos que no son fáciles de superar.
Al viento global, los intereses políticos y el desdén social debemos añadir personalismos exentos de toda altura de miras. La versión del pleito insular en miniatura extendido en todas las áreas de lo nuestro.
Con el corazón en la mano confieso que es realmente desmoralizador comprobar como en buena parte de los ámbitos de nuestra cultura, a pesar de las bonitas palabras, el interés particular, el personalismo y la vocación elitista o marginal priman al interés común, a la responsabilidad que constituye mantener viva nuestra cultura y difundirla en nuestra sociedad para garantizar su integración en la sociedad.
Si bien es injusto generalizar por desgracia no son pocos los que anteponen su personalismo bloqueando el desarrollo y difusión de nuestra cultura. Y mantengo que infligen un enorme daño ya que la cultura canaria en su conjunto no se puede permitir el lujo de no aspirar a una proyección social mayoritaria.
Reconocer una especificidad cultural de una zona o isla del archipiélago no debería implicar convertir elementos de nuestra identidad en tótems sagrados custodiados celosamente por ególatras iluminados. Reconociendo todos estos méritos se debe aclarar siempre que, en ultima instancia, los únicos propietarios legítimos de la cultura popular es la sociedad en la que se gestó.
Ninguna isla, ideología, institución, partido político, localidad, familia, rescatador o ‘maestro’ posee derecho alguno de privatizar o secuestrar lo que es de todos. Aunque el debate y la crítica constructiva no sea sólo positiva sino necesaria, nadie tiene derecho a faltar el respeto y mucho menos intimidar a todos aquellos canarios que quieran aprender y difundir nuestra cultura.
A pesar de que en los tiempos que corren el mercadeo globalizador inunda nuestro entorno, confío en que los valores colectivos y solidarios de nuestra cultura popular y el inagotable entusiasmo de muchos nos ayuden a continuar trabajando. La conciencia, el respeto y el incremento de la autoestima colectiva de Canarias serán el factor clave para romper con los copyrights de la identidad canaria.