Llevaba ya una temporada en Dublín. Hacía poco más de una semana había intentado ir a Belfast pero me aconsejaron que lo dejara para otro momento. Justo el fin de semana elegido los protestantes marcharían y los disturbios estaban garantizados. Ingenuamente, pensaba que todo eso había quedado atrás. Nada más lejos de la realidad. La televisión dio cuenta de todo ello, aunque esto no siempre sea garantía de veracidad. Aquel verano de 2005, el conflicto irlandés seguía vivo. Cuando finalmente logré ir a Belfast, mi guía, a todas luces un ex-preso del IRA reinsertado como taxista-guía turístico, era claro al respecto: “la gente se cree que esto se acabará firmando cuatro papeles; de eso nada, tienen que pasar generaciones para que todo esto se olvide”. Viendo las señales recientes de los cócteles molotov en las chapas de uralita de las casas de católicos situadas junto al muro que las separaba de los barrios protestantes parecía evidente que el taxista andaba en lo cierto. Caminaba uno por aquellas calles y daba patadas a las balas de goma -tamaño pila petaca- de la policía norirlandesa. Se podía respirar el odio acumulado durante siglos entre aquellas dos comunidades: irlandeses católicos que retenían intacto el sentimiento de haber sido invadidos; irlandeses protestantes que jamás habían viajado a Inglaterra pero que se aferraban a ella como su única esperanza de resistencia.
Y, sin embargo, lo que pareció imposible durante décadas, sucedió aquella tarde. Yo volvía de Malahide en la típica guagua de dos pisos. Como suele suceder con los irlandeses, me empaté a hablar en una conversación casual con un paisano. “¿De las Islas Canarias? Ustedes tienen un gran artista, César Manrique…” No sabe uno nunca por dónde va a derivar la conversación cuando de Canarias se trata. Cuando llegamos a Dublín nos encontramos de frente con una gran marcha del Sinn Féin. Estaba concebida como una suerte de desfile agitprop en el que se representaban diversos episodios de la historia de Irlanda: desde la Gran Hambruna hasta la huelga de hambre de los presos del IRA que acabaría con la muerte de Bobby Sands. Bandas de jóvenes músicos tocaban el himno nacionalista: “A Nation Once Again”. A mitad de O’Connell St, justo a la altura del G.P.O. (Oficina General de Correos), se había colocado un estrado. La elección no era casual. En tiempos de Michael Collins, ésa era la sede del poder inglés en la capital y fue escenario de la mítica Rebelión de Pascua. Fue allí donde Gerry Adams tomó la palabra. En un discurso trufado de referencias históricas y agradecimiento a los militantes del IRA, Adams dejaba entrever lo que al día siguiente sería un anuncio oficial histórico: el IRA cesaba definitivamente su actividad armada. Luego vinieron acuerdos, firmas, elecciones, avances y retrocesos. Una foto mostraba el otro día al Príncipe Carlos compartiendo una pinta con Gerry Adams. Todo vale la pena para la paz que aquel verano se anunciaba.