Era perfectamente posible matar a alguien por silbar o llevar gafas, pues ambos eran signos inequívocos de ser un intelectual pequeño-burgués vendido a Occidente, a la Unión Soviética, al capitalismo o al Viet-Cong. El hecho de que Pol Pot y sus camaradas de la dirigencia de los Jemeres Rojos, todos niños de papá, licenciados en la Sorbona, se cartearan en francés, no era fruto de ninguna desviación ideológica sino una elocuente reminiscencia. Leí sus cartas en la terrible prisión S-21. No lejos de las celdas intactas donde cientos de personas eran retenidas, antes de ser torturados, colgaban aquellos paneles. Flotaba todavía en aquel ambiente el inconfundible hedor que deja la violencia. En algunos cuartos, que una vez fueron aulas donde acaso se conjugaran los verbos del francés, una inequívoca mancha negra en el suelo delataba el horrible fin que tuvieron los presos atados sobre unas camas donde eran objeto de las más terribles torturas: fueron vilmente quemados ante la inminente llegada del Viet-Cong. Los dirigentes jemeres, hijos bastardos de Sartre, usaban la lengua de Molière para sus ensoñaciones de “grandes saltos hacia adelante” y “producir miles de toneladas de arroz” que cambiar a China por armas las cuales utilizarían luego para, entre otras cosas, asesinar atrozmente a casi dos millones y medios de camboyanos. Pol Pot, al igual que su colega genocida Franco, nunca fue juzgado. Los estados camboyano y español comparten el ignominioso título de los estados con mayor número de desaparecidos. Hoy, en el Cementerio de Vegueta, en la fosa común número 5, aún reposan unos sesenta fusilados por los franquistas. Otros no aparecerán jamás. También nosotros tuvimos nuestra particular prisión S-21, por más que estuviera rodeada de mar por todas partes.