Lo recuerdo nítidamente, a pesar de los años, a pesar de ser un recuerdo tan temprano. Los niños íbamos dormidos en la guagua. El día apenas clareaba. El frío y las curvas de la carretera vieja a Teror hacían el resto. Cuando se tienen cuatro o cinco años, duerme uno en cualquier lado. Los más pequeños -yo era uno de ellos- íbamos vestidos de cualquier manera, pero siempre abrigadísimos por el frío y la humedad de la zona en cualquier época del año. Las niñas mayores -así era entonces- llevaban el recatadísimo uniforme que tenía en la falda de tablas su principal elemento característico. Monjas en miniatura.
De pronto, un sutil y sin embargo penetrante olor a gofio nos envolvía. Como movidos por un mandato divino, comenzábamos a estirarnos y desmayarnos. Era la curva del molino del Gofio La Piña y la señal para que el chófer de la guagua pusiera la sempiterna cinta de Pedrito Fernández, el niño prodigio mexicano y su también sempiterno éxito: La de la mochila azul. Día tras día. Cantábamos entonces como si nos fuera la vida en ello y, al final de la canción, nos esperaba un convento donde aprender las primeras letras y las primeras cuentas. No hicieron mal trabajo aquellas monjas. La mayoría llegamos al colegio sabiendo leer y escribir, sumar y restar con piedritas que recogíamos en el monte. También cogíamos castañas con mucho cuidado, íbamos a ver los conejos, los cochinos -un animal en peligro de extinción por culpa del cerdo- y hacíamos pegamento con la resina de los árboles. De fondo, historias de Fray Escoba y los pastorcitos de Fátima. Un día, Lo llamaban Trinidad en el cine del pueblo, que nos parecía entonces una metrópolis. Dudo que siga existiendo, como ocurre con todos los cines de barrio y de pueblo que existieron, aunque queda indeleble en mí el recuerdo de aquel día y el donuts de azúcar de Eidetesa que nos dieron. También Proust tuvo su magdalena.
Más tarde fue la ciudad y el subdesarrollo. Al grupo llegaban niños de todos lados, la mayoría sin saber leer ni escribir. Para ellos aquellas aulas de bloques grises eran su primer contacto con la enseñanza, supongo. Una escuela pública donde nos ponían en fila a rezar padrenuestros por los muertos de ETA. Y en Mayo, flores a María, con altarcito incluido dentro de clase. Lentamente, se fueron dispersando los aromas de la niñez primera y pasaron a instalarse en las gavetas que la memoria tiene para estos asuntos. Comprenderán ustedes por qué insisto en echar por la carretera vieja cuando vamos a Teror.