Mi madre estaba triste aquel año. Fue por aquel embarazo extrauterino por el que casi se muere. Estaba muy apenada aquellos días de verano y nos fuimos a El Hierro, la isla que nos quedaba por conocer. Nos quedamos en una vieja pensión de Valverde, era una de esas que tienen un salón común para ver la tele. Era rancia y fea pero a mí me pareció un hotel maravilloso, un cuarto perfecto con tres camas de diseños completamente distintos.
Juntas cruzamos la Isla subiendo a El Pinar, comiendo viejas guisadas en La Restinga, dándonos un baño en Tamaduste, perdiendo la vista en El Golfo. Juntas disfrutamos cada noche al llegar a la bruma de Valverde y cada mañana al ver su luz.
Cuando llegamos a Tenerife mi madre se había convertido en la mujer feliz que era. La he escuchado un montón de veces decir.
-El Hierro me quitó la depresión.
Entonces aprendí que esta isla metálica sana, cura y remienda. Esta isla pequeña da alegría.
Hoy estoy de nuevo aquí mirando los roques del mar. He paseado por La Frontera y me han venido todas aquellas fotos que no sacamos de niñas y conservo como viejos carretes sin revelar.
Estoy observando los Roques de Salmor y soy mayor que mi madre en aquellos tiempos. Pienso en la sanación, en los lagartos gigantes que se refugiaron allí y sobrevivieron comiendo matojos. Nos cuenta una señora que los lagartos de El Hierro son muy mansos y es por ello que están en peligro de extinción. Gatos salvajes y ratones son los peores enemigos de estos reptiles incapaces de armarse de violencia. Escucho atenta.
– Fíjate si son mansos, que huyen incluso de los tizones.
Por eso, continúa la señora, donde mejor se adaptan los lagartos es en uno de los roques pequeños, porque allí no hay depredadores, porque allí pueden realmente disfrutar del sol. Miro para arriba y dejo que me caliente la piel. En esa posición tibia me imagino a todos los gigantes estirados, caldeando su sangre.
No sabía que eran tan mansos esos bichos grandes e ideo que la nobleza de estos seres viene de la misma energía buena que sanó a mi madre. Es de la isla pequeña, una isla que nos envuelve en lo dulce.
Ahora estoy en el lagartario y un macho de unos 50 centímetros me observa, está justo al otro lado del cristal. Parece una piedra volcánica más, una casa envuelta de lava oscura. La guía nos indica como una curiosidad que los lagartos que sueltan no son los que vemos porque ya están acostumbrados a los humanos y no resistirían los peligros.
– La única forma que tienen de sobrevivir es escondiéndose, mimetizándose entre las rocas.
Me voy de allí segura de que estos gigantes están disfrazados de la lava isleña, vestidos de este pueblo de paz.