Hay una idea bastante extendida en Canarias, según la cual cada isla es una realidad solo débilmente relacionada con el resto de islas del Archipiélago. Así, los intereses de cada isla no solo serían diferentes, sino que incluso serían opuestos y se encontrarían enfrentados. Un ejemplo que ilustra esta visión de manera clara es el de la competencia por atraer turistas. Cada isla sería un destino turístico que competiría con el resto de islas. Los turistas que van a una isla no van a otra. ¿Acaso puede estar más claro? Las islas compiten entre sí.
Según esta visión de las cosas, la propia idea de Canarias no sería más que un constructo intelectual proveniente de medios nacionalistas. Canarias no existiría más allá de los libros de geografía, y como región española.
Y es en esto último donde se opera el salto mortal. «Canarias no existe», dicen, para a continuación pasar a hablar de España, como de «nuestro país». Dejemos por ahora de lado la inconsistencia lógica que es negar carta de naturaleza a un país atlántico para considerarlo únicamente como una suma de islas (que poco tienen en común y compiten entre sí) y, al mismo tiempo, unir como por arte de magia a ese mismo Archipiélago con un continente que está a más de mil kilómetros de distancia para sumarlo a (o subsumirlo en) un estado continental y poder así hablar de «nuestro país». Dejemos de lado, esta obra milagrosa propia de prestidigitadores y centrémonos por esta vez en una de las ideas de base de esta cosmovisión ínsuloespañolista: la frontera de cada isla es el mar que la rodea. El mar como frontera.
De acuerdo con este paradigma de pensamiento el mar es una frontera, un obstáculo, una especie de pesadilla líquida que rodea cada isla y con la que el ser isleño tiene que resignarse. No cabe otro tipo de interpretación. Punto.
En este sentido, creo que convendría reflexionar un poco sobre algunas realidades fronterizas que existen en nuestro amplio y diverso planeta. Uno puede encontrar fronteras de agua -sin duda ninguna- pero también lingüísticas, orográficas, mentales, heredadas, bélicas, administrativas y políticas y un largo etcétera. Y mientras algunos seguimos imaginando un «mundo sin fronteras», como dijera el genial John Lennon, lo cierto es que hoy en día siguen existiendo muchas.
No voy a entrar en este artículo en lo endeble del argumento de que un isleño está mal o peor comunicado (con relación al habitante de un continente), puesto que manejar paradigmas de la primera mitad del siglo XX en el siglo XXI, aparte de ser un ejercicio onanista y de conducir a la melancolía, no nos lleva a ninguna parte. Les diré, simplemente, que este artículo lo estoy escribiendo desde Bruselas, que el anterior lo escribí desde Viena, y que unos minutos después de su publicación, ya lo estaré compartiendo con lectores de tamaimos.com desde La Graciosa hasta El Hierro. Quienes quieran seguir manejando conceptos manidos como los de «aislamiento» y «lejanía», lo harán o por espúreos intereses económicos (subvenciones europeas basadas en realidades pasadas), o por simple pereza intelectual (¿para qué pensar en el hoy o en el mañana si ya hay otros que lo hicieron ayer por nosotros?)
En este artículo de lo que sí voy a hablar – siquiera someramente- es de distintos tipos de fronteras que existen en territorios continentales y que son tan o más limitadoras de la actividad y de la comunicación humanas que las fronteras acuáticas. De otra parte, estas fronteras no impiden en otros casos que haya contactos humanos entre diferentes comunidades; o incluso que estas comunidades humanas decidan agruparse bajo el paraguas de un mismo estado. Nada que ver con determinismos, por tanto.
Fronteras lingüísticas
Si uno viaja por Europa se da cuenta en seguida de que bajo la aparente fachada de uniformidad lingüística de los estados nación europeos (España, Francia, Alemania, Italia, Grecia…) se esconde un enorme mosaico de lenguas y culturas. Es muy común que los miembros de una comunidad lingüística se relacionen poco con los miembros de otra comunidad lingüística dentro de un mismo estado. Hay multitud de ejemplos.
Fronteras orográficas
«África empieza en los Pirineos», decían hasta no hace mucho los franceses para indicar su pretendida superioridad con respecto a españoles y portugueses. Por supuesto, este «África» era mucho más que una mención geográfica. Pero lo cierto es que el marcador más evidente de esa diferencia era una cordillera: los Pirineos. Hay multitud de ejemplos en esa y otras regiones del mundo de como un accidente geográfico separa a los pueblos y a los estados de manera mucho más traumática que las pocas decenas de kilómetros que el mar separa a nuestras islas canarias. Estos accidentes geográficos, por cierto, no han impedido que se creen uniones económicas y políticas que han durado décadas. La voluntad política por encima de los accidentes geográficos. (¿Hay alguien al otro lado?)
Fronteras bélicas
Estos días se habla mucho de Ucrania y de Rusia. Quizá no sepan ustedes que Ucrania (Украйна) significa etimológicamente «Junto a la frontera». Y es que, efectivamente, ha sido siempre territorio fronterizo y disputado. Pero hoy la frontera es otra. La frontera es interna, entre el Donbás y el resto de Ucrania. Y más que de frontera, habría que hablar de la cicatriz que ha dejado esta guerra, que parece haber acabado en su fase militar más cruda. ¿Es un cicatriz como esta menos profunda que un brazo de mar? Permítanme que lo dude, aunque uno pueda, en teoría, circular por esos territorios a pie o en coche. Las heridas de la guerra crean fronteras invisibles muy difíciles de superar.
Fronteras mentales
Además de las fronteras bélicas de las que acabo de hablar, están las fronteras que separan a comunidades que comparten un mismo territorio y, a veces, hasta una misma lengua. En este último caso, se encuentran muchos norirlandeses, que viven, por ejemplo, en Belfast, que hablan en inglés todos los días, pero que nunca frecuentan los mismos barrios, los mismo bares o las mismas escuelas que sus conciudadanos. La frontera comunitaria está ahí muchos años después de la firma del Acuerdo de Viernes Santo.
Otro ejemplo, quizá menos conocido, pero no por ello menos patente es el de los habitantes de Trieste. Región que perteneció al Imperio Autrohúngaro hasta su desaparición y que ahora es parte de la República Italiana, en ella conviven italoparlantes con eslovenohablantes. Estas dos comunidades conviven, pero también se dan la espalda. Esta es la realidad: hay una frontera invisible, mental, que hace que no frecuenten los mismos colegios, las mismas universidades, los mismo bares o los mismos parques.
Fronteras marítimas
Haberlas haylas, of course. Que le pregunten si no a los estados que se están frotando las manos con los recursos que podría haber bajo el Océano Ártico si continúa su deshielo al ritmo actual. ¿Qué tendrían en común (o todo lo contrario) si no Rusia, Noruega y Canadá? Tienen frontera marítima con el Polo Norte.
Nosotros tenemos frontera marítima con Marruecos y con el Sáhara Occidental, y aunque no tenemos soberanía política (o quizá precisamente por ello) ya hemos probado los sinsabores de la guerra energética por encontrar recursos fósiles en los fondos oceánicos.
Como vemos, la situación de Canarias no es ni exclusiva ni desesperada. Y, sin embargo, hay quien continúa pensando en nuestro país que vive aislado, que vive lejos, que su isla poco tiene que ver con la isla de enfrente, y que gracias a «Papá Estado» no estamos en la cuneta de la historia, sino que somos parte de una comunidad más global.
Ejemplos hay de que las fronteras intracanarias no son ni más grandes, ni más profundas, ni más infranqueables que las que hay en otros lugares del mundo. De que siempre se pueden tender puentes. Y es que las fronteras, como cualquier otra realidad humana, son interpretables, modificables y utilizables para el bien o para el mal de quienes por ellas se ven condicionados.
Hoy, como ayer, hay quien no quiere que Canarias esté unida. Esta unidad, sin embargo, además de crear sinergias, crearía también prosperidad. Porque ese mar, que algunos quieren seguir viendo como una frontera, es en realidad, como nos dejara dicho Manuel Padorno, «una larga carretera» que «va como una larga cinta echada desde mi puerta al infinito, afuera»