Los pibes de la esquina tienen escasas preocupaciones, cuando les preguntas por sus intereses se les queda la cara a cuadros, algo así como si le preguntaras por el estado de la Bolsa en el Reino Unido.
Pienso en esos rostros de pocas luces, en esos ojos como platos. Los observo para conseguir una respuesta cuyo resultado se reduce a estas cinco categorías; les encantan los perros de presa pero no les agrada limpiar sus cagadas (tratan de imitar sus caras gruñonas aunque utilizan el váter por eso de la costumbre), les gusta fumar porros en cualquier parte y con los ojos enchopados te dicen “¡Es tabaco de liar, señora!”, también adoran las llantas brillantes de esas que dejan las ruedas minúsculas, de esas que transforman los Peugeot 206 en mini coches de carrera, sienten obsesión por la depilación definitiva de sus músculos, no soportan verse un pelo en las piernas y odian las abdominales peludas, por último, les gustan las tías, pero siempre para pasar el rato.
Ayer vi a uno de ellos en la tienda comprando lo siguiente; 3 papelillos, dos cigarros, un paquete de Maltesers, otro de gusanitos sabor a queso y una pachanga.
Cambio el sentido de mis pensamientos cruzando de acera. Hoy es uno de esos días donde el frío hace rebrotar los verodes en los tejados, los musgos en las paredes. Atravieso la calle entre nieblas y me encuentro con otro pibito. Va abrigado con manta esperancera y sombrero. Me sorprendo. Se trata de Abraham, ese chico que tanto he visto en el barrio, ese que está en todos lados ayudando con la compra o repartiendo chocolate caliente en la plaza. Me paro y sonrío.
– ¿Qué haces con una manta esperancera Abraham?
– Es que soy de La Esperanza y soy cabrero.
– ¿Cabrero?
– Sí, cabrero. Siempre me he criado con animales y un día, cuando tenía 7 años me regalaron una cabrita y la puse aquí abajo en el barranco, a través de eso me regalaron otra y las crié a las dos. Después vendí dos y compré dos preñadas. Tras cuatro años de cuidar las cabras en el barranco de aquí de La Verdellada, tenía ya las 130. Yo he tenido una infancia dura porque la he trabajado mucho, pero bonita, muy bonita.
Su madre lo esperaba en el borde del barranco a las 6 de la mañana antes de ir al colegio, él les daba la comida y las ordeñaba a diario, volvía por la tarde. Comenzó a vender la leche en botellas de cristal a las vecinas y vecinos, la mitad del dinero lo gastaba en sus cosas del colegio y el resto era para las cabras. Ahora con 17 años tiene ya su granja legal con cabras y vacas, vende la leche, hace quesos y estudia capacitación agrícola en la escuela de Guayonje. Cuando le pregunto por los pibes de la esquina me cuenta que él se crió con ellos, que les tiene cariño, que no se meten con nadie y que alguna vez han intentado subir con él a ayudarlo con los animales, pero les cuesta levantarse temprano.
Le doy un beso de despedida y toco la lana de su manta, el paño de su sombrero. Camino y observo la yerba saliendo en los recovecos de la acera. Regreso pisando lo verde, tarareando el estribillo de Blades, ese que dice “En medio del plástico, se ven las caras de esperanza y de razón, gente buscando nuevos caminos, orgullosos de su herencia…”