La niña las vio nada más doblar la esquina. No les quitaba ojo y se las venía señalando al padre con el dedo desde allá abajo, según subían la calle. Cuando llegaron a nuestra altura la niña se nos quedó mirando, sin atreverse a decir nada. No hacía falta. Estaba claro qué la atraía tanto.
-¿Quieres una sopladera, mi niña?
La niña mira al padre con cara de sorpresa.
-Mira, que el señor te da un globo.
Con cara de alivio y una sonrisa, la niña se va privada calle arriba con su sopladera. La misma escena se repitió con escasas variaciones con otros dos niños más, hasta que se hizo la hora de marchamos de aquel banco, anonadados y con tres sopladeras menos.
El español de Canarias ha dado un vuelco en escasos diez o doce años. No hay más que escuchar a los niños decirse cosas como «¿queréis jugar a la pelota?». O sentarse en algún sitio a comer, más de la mitad de las veces nos preguntarán: «¿vais a tomar postre?» Lo que no hace tanto se consideraba ridículo, hoy se acepta con normalidad e incluso se promociona.
Esa supuesta normalidad se ha convertido hoy en bandera de muchos que no ven nada raro en que cambie radicalmente la percepción del idioma, o en que aumenten la inseguridad y la inestabilidad en los usos de la lengua, en poco más de una década. Suelen recurrir a la frase manida de que la lengua es patrimonio de los hablantes, que son por lo visto una suerte de demiurgo lingüístico ajeno a toda presión e influencia. Estos abanderados de la normalidad y del libre albedrío del hablante a menudo asumen después como dogma de fe la última ocurrencia de la RAE.
Por supuesto que la lengua cambia y evoluciona. Pero una cosa es que los hablantes la vayan modelando y adaptando a nuevos tiempos y nuevas realidades, y otra muy distinta que se nos presione para embutirnos una variedad lingüística ajena con un supuesto prestigio inventado. Los medios de comunicación en Canarias son abrumadoramente castellanizantes, con una televisión en la que prácticamente ha desaparecido toda variedad dialectal (y una televisión canaria que no pocas veces va a favor de la corriente), y una radio sin emisoras canarias de noticias y análisis (con la única excepción de Canarias Radio la Autonómica). La educación a su vez no puede, no sabe, no quiere hacer de contrapeso y dotar a los niños y jóvenes canarios de las herramientas que les permitan autoafirmarse, en lo lingüístico, pero no sólo.
No abundaré en los efectos que tiene esta presión interesada, que nada tiene que ver con la normalidad. Baste nombrar el pudor de cada vez más hablantes hacia usos característicos del habla canaria, la convicción soterrada de que la expresión canaria es inadecuada en contextos formales o en definitiva el profundo e innegable complejo de inferioridad. Donde sí quiero centrarme es en una de las causas principales de esta imposición del castellano en detrimento del canario y de otras variedades del español: el dinero.
A nadie se le esconde que el español es un idioma global y que los interesados en aprenderlo son legión. El negocio de la enseñanza del español es por tanto multimillonario, y la carrera por hacerse con ese negocio es descarnada. Pero para que los beneficios no se dispersen, hay que convencer a los potenciales estudiantes de que el español que les conviene aprender, el prestigioso, es el castellano. Tienen que ir a aprenderlo a Salamanca, Madrid o Santander, que es donde hay que dejarse las perras, y los libros que han de comprar son los avalados por el Instituto Cervantes, cuyos cursos son además por los que hay que pagar, son los que dan fe. De modo que por un lado interesa pregonar la globalidad del idioma español, idioma mundial; pero por otro se olvida pronto esa globalidad cuando de dinero se trata, y se disemina la especie de que el castellano, una variedad minoritaria, es la que vale la pena aprender por encima de las otras. En este sentido es reveladora la intención de la RAE de constituirse en empresa.
Canarias podría gozar de una posición privilegiada en el concierto de la enseñanza del español: el canario es una variedad especialmente atractiva por estar a caballo entre las hablas europeas y las americanas, conque el estudiante gozaría de una gran amplitud de uso, desde luego mucho mayor de la que ofrece el castellano, variedad poco extendida que pierde hablantes frente a otras que ganan pujanza. Pero ni el Cervantes ni las editoriales españolas están por la labor de dejarse quitar parte del queque, y así es como al final sin saber muy bien por qué nos da cosa decir sopladera y estamos tan contentos con que nuestros niños digan «¿venís a jugar a la pelota?». El lenguaje nunca es inocente.