Pensar que la libertad de expresión es un derecho ilimitado, que uno puede ejercer sin la más mínima contención en aras de la convivencia, es un disparate, además de falso. Cada día, los ciudadanos -sin esperar por la autoridad pertinente- dejamos de decir algunas cosas que pensamos por que el otro no se sienta ofendido, por no poder demostrar lo que decimos o por no incordiar más de lo necesario. El Código Penal español habla de apología de delitos graves, del genocidio y del holocausto; calumnia, injuria, incitación a la discriminación, odio y violencia; ultrajes a España y las Comunidades Autónomas; delitos contra la libertad de conciencia y, por último, el delito especialísimo contra la Corona, Tabú Primero de España (sic). Luego, además del sentido común, la legalidad vigente es taxativa al respecto. Si además se confunde, en esa supuestamente ilimitada libertad de expresión, la zafiedad con tintes carcas para señalar al otro por su tendencia sexual, estarán de acuerdo conmigo en que el disparate alcanza proporciones de interés para quienes no queramos vivir en una sociedad más o menos murguera.
Uno siempre pensó que el Carnaval estaba asociado a la transgresión de la norma, a la libertad de poder ser quien no eres durante el resto del año. Ésa es su raíz histórica y su realidad mayoritaria, más allá de shows televisivos y otras vainas. Pero es que, obviamente, una cosa es la norma y otra la ley y los derechos. De ahí que menos explicación tiene, si cabe, el subirse a berrear –me niego a decir que eso es cantar- contenidos fascistas, de ésos que recuerdan a cuando Franco y/o el obispo de turno perseguían precisamente el que la gente pudiera liberarse, aunque fuera por unos días. ¡Y que cuando la sociedad civil reacciona, traten de jugar el papel de víctimas de unos supuestos recortes en la libertad de expresión! Je suis Charlie? ¡Por favor, que el respeto es muy bonito! Si no se lo tienen a los vivos, ténganselo a los muertos al menos.
Quizás esa misma sociedad civil que tan correctamente ha reaccionado ante el último episodio de homofobia disfrazado de “en Carnaval todo vale”, sea en parte culpable de haber permitido que estas asociaciones subvencionadas se hayan arrogado el ser algo así como “la voz del pueblo”, “el Carnaval de la gente”. ¿En qué momento los elegimos? Como bien señala González Jerez, “Los murgueros disponen de su propio catálogo de convicciones, y una de las más sagradas es que son la voz del pueblo, una hilarante enormidad que se han arrogado porque, al parecer, ya no basta con divertirse en las esquinas del carnaval y les urge representar el volkgeist del Chicharro para legitimarse”. Es muy respetable que haya gente que se divierta en Carnavales participando en una murga, en una comparsa o en un club colombófilo. De ahí a pensar que están por encima de la ley, que encarnan al pueblo en su esencia y que los demás nos tenemos que quedar calladitos la boca cuando, con mentalidad retrógrada, señalan a alguien por ser homosexual o parecerlo,… ¡Hasta ahí podríamos llegar!