Llevaba algún tiempo queriendo leer el último libro de Gregorio Morán (El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados. Cultura y política en España. 1962-1996, Akal, 2014), casi desde que Planeta, con su torpe intento de censura, le realizara la mejor y más barata campaña promocional con que el autor pudiera soñar. El libro prometía un recorrido por las relaciones entre cultura y política desde 1962 hasta 1996 en el Estado español, como a Morán no le gusta que digamos, tomando la figura de Jesús Aguirre como hilo conductor y también como epítome de las generaciones protagonistas del periodo. A mi juicio, la promesa fue cumplida con creces. Salvo por un pequeño detalle.
Este artículo no pretende ser -no puede serlo- una crítica al uso. Sí diré lo fundamental: el trabajo es preciso y roza la erudición. Los conocimientos que Morán atesora sobre los más de treinta años a estudio son casi enciclopédicos y van mucho más allá de la crónica política y/o cultural. Su pluma es acerada y se muestra más implacable que compasiva con unas figuras que vivieron cómodamente durante buena parte del franquismo, planearon calculadamente sobre la llamada Transición y aterrizaron plácidamente en el felipismo sin hacer nada ni remotamente parecido a una autocrítica sincera. Comprende uno ahora las profundas raíces del franquismo, que van más allá de la continuidad a tantos niveles con el Partido Popular y se extiende a la autodenominada socialdemocracia española.
Dicho esto, hay un aspecto que me motiva a escribir este artículo. Morán no es precisamente hombre amigo de nacionalismos. Por lo menos, de los centrífugos, que se decía antes. Su idea de España, llamémosla así, en lo tocante a su conformación, unidad, etc. es bastante políticamente correcta o, digamos, no difiere en exceso de la que tendrían muchos de los personajes que disecciona. Muy respetable. Sin embargo, su texto deja traslucir algo que por otra parte, ya sabíamos muchos: Canarias no pinta lo más mínimo en una crónica de los intelectuales -mandarines- españoles.
Tomemos ahora a Morán como epítome de los periodistas españoles o, incluso, de la gente más o menos informada. ¿Ocupa algún lugar Canarias, los canarios, sus creaciones intelectuales, sus cuitas, etc. en una historia así? En absoluto. No lo culpo. Parafraseando a José A. Alemán, “ellos están allá en sus cosas”. No podemos pretender que dejen de ocuparse de sus cosas para atender las nuestras. Morán sabe que debe incluir en su libro un análisis sobre Sistema, Claves para la razón práctica, El Viejo Topo,… pero, ¿a cuento de qué vendría citar a Sansofé, por poner un ejemplo? El Movimiento Canarias Libre, la ejecución de El Corredera, los Sucesos de Sardina, el Manifiesto de El Hierro,… ¿para qué? Y para un hombre tan buen conocedor de la poesía, ¿significó algo la temprana Antología Cercada, la poesía social canaria, auténtica precursora de la que cultivaron después los poetas españoles? ¿No tuvieron ninguna relevancia dos intelectuales como Pedro García Cabrera o Agustín Millares? ¿Y antes, Westerdahl, Pérez Minik, Trujillo…? ¿Por qué excluye a Manuel Padorno de la generación de los 50?
Sé que algún lector puede estar pensando, “bueno, seguramente habrá otros territorios que tampoco estén representados”. No diría yo eso. Tras la lectura de las casi ochocientas páginas de la obra de Morán, se puede decir que el conjunto es equilibrado. Aunque atienda, lógicamente, de manera principal a los dos centros de poder y difusión cultural que existen en el Estado español (Madrid y Barcelona), planea el autor sobre el ámbito geográfico de estudio sin clamorosas ausencias, a no ser la de Euskadi. Y esto seguramente por haber sido tratada de manera suficiente, aunque centrándose en otras cuestiones, en su otro libro Los españoles que dejaron de serlo. Solamente Canarias está ausente en medio de una pléyade de nombres asociados a la creación cultural o a la política, la mayoría de tercera regional. Nadie pretende que haya nada parecido a un criterio de «equidad territorial». No hablamos de los Presupuestos del Estado. Sin embargo, hay silencios que son muy explícitos.
Si algún canario aparece, es por su papel desempeñado en el Régimen y/o por su presencia física en Madrid: Vicente Marrero, Blas Pérez, Manolo Millares, Martín Chirino,… y poco más. El jovencísimo Félix Francisco Casanova aparece en sus versos al principio de algunos capítulos, como modesto y merecido homenaje. ¿A eso se reduce la aportación canaria a la historia de las relaciones entre cultura y poder en el Estado entre 1962 y 1996? No. Falta el ejemplo capital, el que verdaderamente nos sitúa en este debate: las islas de El Hierro, La Gomera y Fuerteventura aparecen como lugares de destierro para varios de los españoles participantes en el entonces llamado Contubernio de Munich (1964). Ahí sí que aparecemos claramente situados en contexto y función. Ése era el papel que se nos tenía reservado. Y es que, mayoritariamente, tanto para el ciudadano español de a pie como para el erudito autor de este libro, de manera más o menos consciente, Canarias no es España. Es otra cosa. Y yo estoy de acuerdo.