La fiesta como espacio de expresión privilegiado donde el ser humano despliega la totalidad de sus matices, normalmente ocultos y/o reprimidos durante el resto del año, fue bien estudiada en Canarias por Manuel Alemán y Felipe Bermúdez. No trato ahora de profundizar en las conclusiones a las que llegaron ellos, algo lejos de mi alcance, aunque sí animo a todos a bucear en su lectura. Estoy seguro de que hallarían elementos de análisis imprescindibles sobre esta sociedad nuestra. Quiero dedicar ahora unas líneas a una “tradición” sorprendentemente viva en nuestros pueblos y pagos, supongo que también en los barrios de nuestras ciudades: los concursos de belleza.
Lejos de decaer con el progresivo avance de los derechos de la mujer y las conquistas sociales de la igualdad entre géneros, parecen gozar estos concursos de una inusitada buena salud, hasta el punto de que bajo múltiples formas (romera mayor, reina de las fiestas, tercera edad, guayarmina, miss,…) se extienden ahora al público infantil y masculino. Como si extender la valoración de las personas por su físico más allá de las mujeres jóvenes fuera un rasgo de igualitarismo. Que yo sepa, sólo en Buenavista, las gentes de Sí Se Puede se han atrevido a hincarle el diente a lo que no es sino la escenificación de un machismo vulgar y atrasado, deleite de jurados casposos y habitual colofón del despropósito que suele abundar en las políticas “culturales” municipales.
Leo que en la población argentina de Chivilcoy, provincia de Buenos Aires, se han decidido a poner fin a estas ferias de ganado humano y han decidido darle la vuelta al asunto. A partir de ahora, serán personas, obviamente de ambos sexos, de 15 a 30 años, las que por sus acciones de voluntariado, sean distinguidas con el honor de representar a su ciudad. En el Estado español, conocemos la tradición de la elección de la Pubilla y el Hereu, jóvenes catalanes distinguidos por su defensa de la cultura catalana. Nada que ver con el físico.
Yo espero que, más temprano que tarde, nuestras fiestas abandonen esos restos del machismo decimonónico para ser, cada día más, reflejo de un pueblo civilizado, moderno y avanzado, orgulloso de su identidad y tradiciones, que rechaza la valoración sexista del cuerpo de la mujer como exaltación de unos supuestos valores. Estoy seguro de que nuestras hijas ya no crecerán con la presión social de pensar que tener unas determinadas medidas es mejor que atesorar valores de cultura, igualdad e independencia.