Personas a las que conozco bien están en esta movida desde que fueron muy jóvenes. Les importaba el mundo en que vivían y decidieron participar en él. Eso si, entonces, si calculaban mal y sus cosas no gustaban – las que hacían o las que decían – podían acabar molidos a palos, en la cárcel, desterrados, o vaya usted a saber.
No habían especiales casos de corrupción que denunciar. El Estado, desde sus entrañas, era corrupto por definición. Corrupto y cruel. Y no había tiempo para entretenerse en minucias. Inteligencia, idealismo, astucia y elevadas dosis de coraje eran condiciones imprescindibles para embarcarse en la aventura, intentar romper las cadenas y ganar la libertad.
Algunos – desgraciadamente los más – se fueron quedando en el camino. El cansancio, las comodidades de una burguesía estrenada casi de puntillas, o tal vez la falta de convicciones éticas o ideológicas profundas, acabaron convirtiéndoles en tristes juguetes rotos.
Pero otros – no pocos – continuaron con sus sueños y su rebeldía, y se vistieron con camisetas verdes, blancas, rojas y amarillas,… y ocuparon las calles, y empuñaron pancartas, y llenaron el aire de cólera, de eslóganes de indignación, de cantos de rabia y de sueños. Y se encadenaron con otros ciudadanos a las puertas de hogares desesperados,… y gritaron: ¡Stop a los desahucios! y a la corrupción y a la vergüenza.
Cuando al fin las mareas barran tanta porquería y el sol caliente a todos sin distinción, me encantaría descubrir que la historia les ha reservado un lugar importante en nuestra memoria colectiva.