Recuerdo cómo el cuento “Geografías”, de Mario Benedetti, me impactó cuando lo leí en mis años mozos y universitarios. Recuerdo también haberlo comentado con amigos en la Plaza de las Ranas, que era a la sazón el patio de recreos de la Biblioteca Insular, lugar de estudio y encuentro. Los exiliados jugaban en la historia del escritor uruguayo a revivir las cartografías dejadas atrás. Calles, nombres de plazas, monumentos,… se convertían por culpa de aquel diálogo trasterrado en una quimera en la que era fácil perderse, traicionados por la desmemoria. Perderse era perder. Años más tarde, yo también me marché y hube de cambiar los nombres de los lugares en los que crecí por otros que me fueron dados. Lentamente, éstos fueron a sustituir a aquéllos pues no había sitio para todos y en la mente me nacieron nombres ajenos, lugares que nunca visité. Poco a poco fueron cobrando significados nuevos, que no podían ser los que tuvieron para quienes nombraron aquellos rincones, pero que a mí me sirvieron. Fueron entonces país familiar pero siempre ajeno. Hoy vuelvo a pasear por Las Palmas, por La Laguna, por Santa Cruz,… y también lentamente vuelven a mí aquellos nombres con los que crecí. Se van entrando por los recovecos de la memoria a sabiendas de que no señorean tierra ajena. Tal vez disputan con aquellos otros nombres extranjeros que me traje, anunciando una guerra de la que sólo pueden salir vencedores. Y así, me paro en una plaza de nombre recobrado y se siente uno más uno mismo, más vivo y menos exiliado de uno mismo.
Fotografía tomada de aquí