En el momento que ustedes se encuentren viajando por estos primeros párrafos, estarán leyendo las últimas líneas que escribí para este artículo (aunque figuren al principio). No estaba pensado para que fuera así. Cuando decidí «dar una vuelta» por los hechos que descubrirán más tarde, no sabía a que lugares me podría conducir mi mente. Pero conocidos éstos, he creído necesario explicarme. He intentado ser honesto y presentar las conclusiones de mi debate interno con la mayor sinceridad posible, pero entiendo que, con la que está cayendo, con el enorme deterioro institucional que padecemos, con la desgraciada ola de corrupción y desvergüenza que asolada la vida pública, la reflexión sobre determinados comportamientos ciudadanos puede que no sea, en este instante, «lo más políticamente correcto». Pero tenía necesidad de comunicar lo que yo siento, sin censuras y sin miedos. Eso sí, dejando claro, que lo que aquí está escrito es sólo la opinión de un ciudadano libre.
No acabo de encontrarme cómodo. No se sí por la complejidad y lo delicado del tema, por las sensibilidades que despierta, o por mis evidentes limitaciones en sabiduría ,… y en sentido común.
Tal vez cuando les diga cual es la causa de mi inquietud, algunos de ustedes pensarán – y posiblemente con razón – «que estoy un poco pallá», que no hay motivos para el recelo y que todo, en un sentido, o justamente en el contrario, debiera estar perfectamente claro. Espero no obstante, que algunos de los que lean esto, además del blanco y del negro, sean capaces de contemplar la gama de los grises. Personalmente me sentiría más confortado.
Pero bueno, llevo escritas un montón de palabras y aún no he sido capaz de explicarles qué me ha traído hasta aquí. Parece evidente que el asunto me incomoda. Pero de eso ustedes no tienen la culpa. Así qué, intentaré ir al grano.
Está de por medio un pilar fundamental de nuestra convivencia y del estado de derecho: La libertad de expresión. Y rodeándola, utilizándola, sirviéndose de ella, un millón de intereses, algunos confesables, y otros, desgraciadamente, miserables.
La libertad de expresión y de pensamiento, es la fuerza que separa a una sociedad libre de una dictadura. Pocas cosas son más sagradas en cualquier constitución democrática que la defensa y salvaguarda de este derecho.
Pero mi inquietud, cuando escribo estás líneas, no tiene que ver con los grandes principios. Estos, afortunadamente, están claros: La libertad de expresión es sagrada. Por ella, por lo que representa, muchos hombres y mujeres han dado su vida y continuarán dándola.
Mi preocupación, mi malestar, mis dudas, tienen un origen más prosaico, más de calle, más de vida diaria. Y no se cómo lo afrontarán ustedes, pero a mi me producen desazón y desconcierto. Y también algo de rabia. ¿Quién sabe?, tal vez sea porque me muevo mal entre las dudas y la inseguridad. Una vez más, un problema estrictamente personal.
De todas formas, permítanme abusar de su curiosidad.
¿Se han asomado alguna vez a los foros de cualquier publicación digital? ¿Han intentado transitar por entre los comentarios al pie de los artículos de opinión, especialmente de los de opinión política? ¿Han encontrado alguna vez un espacio de libertad con tanta mala leche acumulada, con tanto desafuero exonerado, con tanto insulto gratuito, con tanta presunción de superioridad intelectual y moral, con tanta impunidad contra el honor, con tan poco espíritu constructivo? ¿No han llegado a pensar que ese estado de enojo e irritación permanente generado por «gente que oculta su rostro», acabará destruyendo toda posibilidad de convivencia?
Antes de seguir dando rienda suelta a este primitivo desahogo, he de proclamar muy claro y muy alto, que considero una maravillosa noticia el enorme avance democrático que han supuesto las redes sociales y la apertura de los periódicos digitales a todas las voces y a todas las opiniones. Se acabó el poder cuasi omnímodo de los editorialistas, el inalcanzable púlpito de columnistas que se creían reyes y la dictadura de los oligopolios de la comunicación. Se rompió, al fin, la urna de cristal que separa y protege impunemente a quienes nos gobiernan, y celebramos que un maravilloso tsunami de información descontrolada y sorpresiva, haya descubierto de forma inopinada todas las vergüenzas del poder.
Las reglas del juego han cambiado. Con mayor o menor dificultad, podemos responderles a todos. Sus opiniones, sus tesis, sus proclamas ya pueden ser analizadas, cuestionadas, aceptadas o rebatidas. Los eternamente sin voz, de repente, podemos disentir, denunciar, argumentar, exigir, gritar. Y nuestros argumentos, nuestras protestas y nuestros gritos, podrán cambiar las cosas.
Conquistado y celebrado este derecho, a mi me gustaría decir que hay cosas en la utilización del mismo, que no me gustan. Y aunque estoy convencido de que muchos opinarán de forma distinta – y harán bien – siento la necesidad de compartir mi pensamiento por sí pudiera servir para el debate, o por si permitiese ayudar a personas a las que les gustaría decir lo que yo digo, pero que se sienten temerosas a la hora de expresar sus ideas por miedo al linchamiento público.
Volviendo a los foros digitales, a los comentarios a pie de artículo; no, no me gustan muchas cosas de las que leo, no me gustan las críticas sin argumentos, los insultos gratuitos al que piensa distinto, las consignas preparadas y programadas, la incapacidad para escuchar(leer) antes de responder, la utilización de rumurología malediciente y sin contrastar, la facilidad para situarnos moralmente por encima del otro, nuestra incapacidad para ofrecer al adversario una vía de escape, de explicación o de disculpa. Pero sobre todo – y aquí está el quid de la cuestión – no me gustan los anónimos, los alias, los seudónimos. No me parece bien que alguien se ampare en las sombras para debatir o atacar a alguien que ha dado la cara con sus acciones, con sus palabras o con sus escritos. Aunque estos pudieran ser discutibles, e incluso reprobables.
A pesar de todo esto y aún contando con las zozobras que me transmiten mi educación y mis tripas, La libertad de expresión es un pilar tan fundamental en nuestro sistema de libertades, que toda prudencia por salvaguardarla en plenitud, es poca. De ahí, mi inquietud y mi cuidado.
Entendí a aquel señor o señora, que un día me dijo que utilizaba seudónimo porque ya le habían partido la cara una vez y no quería que volvieran a hacerlo. Le entendí porque, aunque su crítica fue dura, muy dura, sus formas fueron educadas y respetuosas. Seguí sin estar de acuerdo, pero en su caso no era fácil saber donde estaba la razón. Tal vez no puedas exigir a todo el mundo un grado heroico de comportamiento cuando has de enfrentarte, desarmado, a la impunidad de los que tienen el poder,…y tu futuro
También me puse en el lugar de aquel amigo de infancia y extraordinario periodista, luchador por las libertades, culto y respetuoso, que tras expresar su opinión a través de formidables y honestos artículos, fue injustamente vilipendiado y calumniado con comentarios cobardes, gratuítos y sin fundamento, escritos por personajes sin rostro, sin nombre y, por ende, sin responsabilidades. Y no quiso volver a escribir en un medio que permitiera aquello. Me dolió y lo entendí.
Libertad de expresión. Maravillosa conquista democrática. Pero, ¿dónde están sus límites?
Puede que las sociedades cultas, educadas en valores de respeto y tolerancia, tengan respuestas para esto.
Una aclaración necesaria.-
Aceptaré y respetaré siempre, aquellos anónimos, alias o seudónimos que puedan venir motivados por el pudor, la generosidad o un amor inconfesable.