No concibo un mundo mejor sin que los pueblos puedan decidir democráticamente su futuro. En las cosas grandes, medianas y pequeñas. En los momentos históricos y en el día a día. Los falsos demócratas que se deshacen en esfuerzos para negarle a la gente la posibilidad de votar no me inspiran ninguna confianza. Son los mismos que quieren ser juez y parte, decir qué se vota, cuándo y cómo, y si se les va el asunto de las manos, sacar los tanques a la calle. Un proyecto político que no recoja y articule esa posibilidad (llámese Estado español, Unión Europea, etc.) no gozará en mi opinión de la más mínima autoridad en las encrucijadas históricas en las que los pueblos afirman su voluntad de decidir por ellos mismos. Ni en el día a día. Creo firmemente en la autodeterminación de los pueblos y los individuos. Ésta se debe expresar en las urnas democráticamente. Pero para eso debe haber urnas.
Hoy van a votar los escoceses sobre la posibilidad de independizarse del Reino Unido. Antes lo hicieron los quebequeses, para decir no a romper su vínculo con Canadá. Tal vez mañana lo hagan los catalanes, si no les mandan al ejército, como suele ocurrir en los países civilizados. Nosotros, que no parece que tengamos prisa por la independencia, queremos votar sobre la realización de prospecciones petrolíferas en nuestras aguas en el ejercicio de nuestra legítima soberanía. Aquí vivimos, aquí decidimos. No aceptamos que una decisión de ese calibre se pueda tomar en el despacho de un Ministerio en Madrid entre un ministro de la soberbia y un capitalista sin escrúpulos, a espaldas de los dos millones de personas que habitan estas tierras rodeadas de estas aguas. Hablamos del mismo petróleo al que los independentistas escoceses confían el bienestar del futuro Estado. Y en el fondo, hablamos de lo mismo: del derecho a decidir por nosotros mismos, del derecho a que no decidan por nosotros, un impulso que late detrás de los anhelos democráticos que los Estados Unidos y la vieja Europa pusieron en marcha hace más de doscientos años. Hoy más que nunca queda meridianamente claro que oponerse a este derecho es tratar en vano de detener el curso de la Historia. Sea cual sea el resultado, hoy habrá una fiesta en Escocia y, décadas más tarde, nuestros hijos y nuestros nietos apenas creerán que a comienzos del siglo XXI había gente en contra de que los pueblos pudieran a través de las urnas decidir sus pasos.