
Lucía de Cabrera, lanzaroteña y negra, se confesó bruja. Dijo haber pactado con el demonio, que se le aparecía en forma de camello y al que besaba el pie. Volaba por los aires esparciendo alhorra por los campos. Confesó haber chupado niños. Usaba como ungüento “tuétano y sebo de perro, camella y cabra, con otro verde que el diablo les daba”. Corría el siglo XVI, centuria en la que se procesó al 64 por ciento de las 2.319 víctimas de la Inquisición canaria.
El historiador Francisco Fajardo Spínola, profesor titular de Historia Moderna de la Universidad de La Laguna, ha pasado años golizneando entre las actas del Tribunal del Santo Oficio que conserva el archivo del Museo Canario de Las Palmas. Documentos manuscritos que dan las claves de una época, la Edad Moderna en las Islas. Durante los tres siglos largos en que la Inquisición hace acto de presencia en Canarias -de 1506 a 1820- serán las elites las que dejen su “versión de la historia” a través de los documentos que escriben.
Pero aunque sea la cúpula eclesiástica la que juzgue en la Inquisición, hermanada con el poder político, las víctimas son gentes de a pie a quienes se interroga hasta el extremo, dejando con ello infinidad de datos sobre su origen, posición social, vidas y creencias. Paradójicamente, la institución que nació para uniformar mentalidades acallando a quienes distinto pensaban terminó por dar voz, a los ojos de la historia, a sus propias víctimas. Sin las actas de la Inquisición, mucho de lo que pensaban, sentían, creían y vivían aquellos enjuiciados, miembros de la sociedad canaria de la época, hubiese quedado en el olvido.
La mayoría de los procesados por la Inquisición canaria, menos cruel que la ejercida en la Península ibérica debido al carácter mestizo, integrador y comercial de una sociedad isleña en formación, fueron varones. Se les acusaba de practicar el Islam, el protestantismo, el judaísmo, la bigamia o de pronunciar expresiones contrarias al dogma. Pero hubo un “delito” eminentemente femenino: el conocido como “las supersticiones”, territorio de arraigadas creencias populares no aceptadas por la Jerarquía. Era este el ámbito de la magia, los conjuros, las curaciones, el amor y el desamor; de las velas, el sahumerio, las cazuelas, gánigos, agujas y tijeras. Magia para saber más, pronosticar y proporcionar bienestar… pero como advirtiera la hechicera “quien sabe hacer sabe deshacer”, por lo que se ganó la fama de mala vecina, dispuestas a recurrir a temidos maleficios, llegando a sospecharse que fuese bruja.
La bruja va más allá que la hechicera: “ha abandonado el cristianismo, renunciado a su bautismo, rinde culto a Satanás como a su Dios, se ha entregado a él en cuerpo y alma, y se convierte en su instrumento de hacer el mal”. El profesor Fajardo se ha esforzado en dibujar las características de esa supuesta bruja canaria, heredera de las tradiciones brujeriles castellanas y portuguesas, con una importante influencia de elementos procedentes de la cercana Berbería, principalmente en las islas de Lanzarote y Fuerteventura, donde, no casualmente, el demonio tiene imagen de camello, animal llegado del continente tras la conquista.
Para volar, las brujas canarias se embadurnaban con las entrañas de animales propios del país, como se recoge en el caso de Lucía de Cabrera. La apariencia de cabrón es también de las más recurridas en el imaginario demoníaco isleño, con nombres que responden a la cultura pastoril. El crimen de chupar la sangre a los niños hasta matarlos es una de las maldades que más habituales, temor que permaneció durante siglos entre las recién paridas.
Y, ¿entonces hubo de verdad brujas en Canarias?
(continúa)