Miren esta imagen. Las mujeres de los lados son las principales dirigentes del PP en Lanzarote. A la derecha Ástrid Pérez, presidenta; a la izquierda Saray Rodríguez, la joven secretaria general.
En el centro, un supuesto invitado. Ni más ni menos que el Subsecretario de Estado de Industria. Un muchacho que llegó de Madrid (con su banderita española adornando la muñeca, tan castiza, tan mesetaria), por mucho que se empeñe en recalcar que él también es canario. Fíjense en su seguridad, en su lozanía, en las ganas que le pone a la foto. Y compárelo con la cara de incomodidad de Saray, o con la de triste resignación de Ástrid. Aunque diga que es canario, se nota que él no vive aquí y, sobretodo, que no sufre lo que sufren las mujeres que lo flanquean.
Dije antes que se trata de un invitado «supuesto». Porque habitualmente a los invitados se les recibe con ánimos, con alborozo, máxime cuando es un alto dirigente de un partido españolista que llega de los Madriles. Pero este, mano derecha de Soria, no es sino un rostro más del cáliz que no se aparta de los dirigentes del PP canario en general y del lanzaroteño en particular.
Porque Saray, antes, era una piba que sonreía mucho. Pero ahora mírenla, recibiendo a los invitados con cara de Señorita Rotenmeyer, observado de reojo, desafiante, a su mentora Ástrid, como diciendo: «tú no me contaste que esto sería así, que hasta mis amiguitas de la facultad de derecho me reprocharían lo del petróleo. Que ni mi alcalde vendría a este acto, porque hasta él, que también es pepero, está en contra de esta locura (o al menos eso dice, porque si no nadie nos va a votar en un año). ¿Este es el prometedor futuro político del que me hablaste?». Su cara es la del reproche de un niño que, a las 4 de la tarde, aun no ha comido porque sus padres son de esos modernos que andan entretenidos tomándose una cerveza con amigos. Pareciera que en cualquier momento vaya a patalear.
Pero para rostro amargo el de Ástrid, la mujer de la derecha. Años intentando montar un partido con implantación en Lanzarote, a pesar de las presiones de Soria, que nunca la quiso, y de las dificultades de aglutinar a la derecha sociológica lanzaroteña (que, mientras tuvo poder, siempre optó por el insularismo de Dimas y los suyos). Y cuando estaba a punto de conseguirlo le cae esto encima. Debe ser insoportable tener que defender cada día a unos jefes casi captores, como el de en medio, que anteponen el interés de Repsol al de tu tierra, tu isla, tus votantes y hasta tu partido. Por eso ella mira resignada, esperando que el de en medio cambie, que todo cambie, que todo esto sea un mal sueño…
Pobre Ástrid. Porque miren por último al del centro. Por su gesto se nota que no se arrepiente de nada, que está encantado de conocerse, y de haber conocido a Soria, y a Repsol. Que está dispuesto a llevar a sus acompañantes al matadero político y al desprestigio popular con tal de defender a esa multinacional con la que, parece decirlo también su cara, ya está todo más que hablado. Por la mirada y la sonrisita, en medio de tanta desolación, podría llegar uno a creer que se regocija en el dolor de quienes le flanquean. Da la impresión de que no le importa haberlas convertido ya en cadáveres políticos, incapaces de llegar a acuerdos con nadie, alejadas no solo del poder en la isla, sino de la isla misma, perdiendo mucho más que votos, con gente que les grita que se vayan, que nos dejen vivir…
A estos últimos, los del «no al petróleo», dirige ahora Ástrid sus críticas, tratándolos de intolerantes, diciendo que se ha sentido amenazada. Es la nueva estrategia. Pero ojalá todo fuera tan fácil. Ojalá fuesen otros quienes amenazan su futuro político y no quienes se sientan a su mesa.
Viendo a las dos mujeres a uno le dan ganas de echarles una mano. De sacarlas de ahí, de devolverlas a la vida. A los tiempos en que Saray sonreía, Ástrid se sentía feliz haciendo crecer un partido y la mancha petrolera no les había caído encima, a ellas y a todos.
Y lo haríamos, si no fuese porque estamos demasiado preocupados por el resto: por los millones de canarios que no se sientan a ninguna de esas mesas, pero que quieren un futuro digno y limpio; que no se resignan a que el muchacho de Madrid les fastidie la tierra y la vida.
Por eso ellas dan tanta pena, porque no sabes muy bien qué es peor. Si que «los suyos» las lleven por el camino del suicidio político o que, quienes presuntamente estamos en contra de ellas, no podamos evitarlo.
P.S.: Ánimo. Aún no es tarde. Únanse a su pueblo.