“Ustedes llegaron. Ustedes triunfaron. Los más fuertes toman el país. Nosotros aceptamos su dominio. Vivimos sometidos a ustedes. Pero no como a perros. Si tenemos que ser perros es mejor morir. Nunca lograrán convertir a Amandabele en un perro. Pueden eliminarnos pero los hijos de las estrellas nunca serán perros” Somabulano, líder Ndebele.
No recuerdo exactamente cuándo leí Heart of Darkness (El corazón de las tinieblas), aunque supongo que sería durante mis años universitarios. Sí recuerdo que la primera vez que viajé a Londres, al cruzar el Támesis, me vino a la memoria el episodio inicial de la obra de Joseph Conrad. Era uno de esos atardeceres que Turner inmortalizara y no era difícil dejarse llevar hacia aquel momento donde unos hombres en barca evocaban el fin del Imperio Romano, que no era sino otra forma de referirse a la decadencia de la era victoriana y el previsible declive del Imperio Británico. Es célebre la adaptación cinematográfica de la novela del polaco nacionalizado británico a cargo de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now. En mi opinión es con justicia una de las más brillantes páginas del séptimo arte. Ese otro imperio, que mordiera el polvo en Vietnam, ¿también caerá algún día?
Todo esto, y mucho más, volvió a mí durante la lectura de Exterminad a todos los salvajes, el sensacional relato de Sven Lindqvist (Turner Ediciones, Madrid, 2004). Escrito a modo de diario, el autor emprende un viaje que lo lleva a través del Sáhara y que es a la vez un recorrido histórico, político, científico y literario acerca del concepto de exterminio en la Europa “moderna e ilustrada” que desembocará en la discusión sobre el Holocausto y la llamada “solución final”. La tesis que Lindqvist defiende es tan clara como perturbadora: el asesinato masivo de los judíos a manos de los nazis entronca bien con un pasado sangriento imperialista, bien conocido aunque no reconocido, que está en las bases mismas de la civilización europea. Su ocultamiento trata de apuntalar la excepcionalidad del horror nazi pero se hace necesario desenmascar los múltiples exterminios que los europeos han llevado a cabo también fuera de Europa en los siglos pasados. Los nazis no fueron sino los geniales continuadores de una tradición sangrienta, tal vez los mejores y más originales alumnos pero no unos pioneros.
La frase que da título al libro de Lindqvist es el legado personal de Kurtz, el protagonista de El corazón de las tinieblas, una suerte de instrucción que dejara a las futuras generaciones que quisieran adentrarse en África. Kurtz -refinado, burócrata, cosmopolita- vive en algún lugar indeterminado a orillas del río Congo, trabajando para los intereses belgas bajo el reinado de Leopoldo II en el comercio de marfil. Su alta educación y corteses modales no le impiden ser un auténtico genocida, al que los nativos veneran como a un dios, sabedores que es capaz de la mayor crueldad. Marlow es enviado en su búsqueda tras meses de incomunicación y aislamiento. Es esa misma frase la que, como un mantra, repite constantemente Lindqvist en su viaje a través del Sáhara mientras se encuentra con los restos de viejas culturas y civilizaciones que vienen a contradecir la idea misma de salvajismo que el hombre blanco occidental insistió en adjudicarles para provecho propio. Ahí se establece un diálogo entre pasado y presente con que el autor cuestiona las bases mismas de nuestro confortable estatus.
Con afán divulgador, Lindqvist va derribando mitos de la civilización europea como los de los exploradores y militares británicos Stanley, Kitchener y Baden-Powell; el belga Pagels; los franceses Voulet y Chanoine, todos ellos, auténticos sádicos que han pasado a la Historia como aguerridos aventureros o estrategas. También deja al descubierto el racismo más o menos declarado de científicos como Cuvier, Darwin o Ratzel, quienes no escatiman esfuerzos para “justificar científicamente” el dominio de unas razas sobre otras. Para finalizar con la larga lista de ejemplos, el historiador estadounidense de origen luxemburgués Arno J.Mayer es señalado a causa de su ensayo Why did the Heavens not Darken. The “Final Solution” in History (Por qué los cielos no se oscurecieron. La “solución final” en la Historia) en el que da cuenta de innumerables casos de exterminios que tuvieron lugar en Europa y no aporta ni un sólo ejemplo de los llevados a cabos por las potencias europeas más allá del Viejo Continente, durante su “acción civilizadora”. La invisibilidad como óptima coartada. Todos ellos abonaron el estercolero donde creció el árbol maldito del nazismo. Pero, ¿cuál es el origen último de la frase que atormenta a Lindqvist, tan inquietante como precisa? ¿A dónde nos llevará el rastreo hasta su formulación primera?
Una historia del exterminio que se precie como tal no puede dejar de hablar de Canarias. El propio Lindqvist escribe: “Este archipiélago en el Atlántico oriental fue el jardín de infantes del imperialismo europeo” (p. 153). Por más que se soslaye, fuimos el episodio primero, inaugural de todo lo que vino después. A propósito de Canarias, el autor relata un pasaje de Higginson’s Dream (El sueño de Higginson) acerca de la Conquista de Tenerife en el que una vieja guanche interpela a Alonso de Lugo de la siguiente manera: “¿A dónde vas cristiano? ¿Por qué vacilas en tomar el país? Todos los guanches están muertos.”(p.117) Este texto es autoría del aristócrata socialista escocés R. B. Cunninghame Graham, íntimo amigo de Joseph Conrad, quien lo leyó en su fase de corrección. Seguramente ya El corazón en las tinieblas ya estaba en la mente del creador. En El sueño de Higginson se describen las terribles consecuencias de la modorra provocada por los castellanos a los guanches, “una extraña enfermedad que mató a más que los que cayeron luchando” (ibíd.) Más adelante, Lindqvist retrata con mayor detenimiento los diferentes males que habrían exterminado a “los guanches”: la modorra, la disentería, la pulmonía y enfermedades venéreas de todo tipo. Y prosigue:
“Los que sobrevivieron a las enfermedades sucumbieron, en cambio, por causa de la propia sumisión, la pérdida de los parientes, amigos, idioma y estilo de vida. Cuando Girolamo Benzoni visitó La Palma en 1541, encontró todavía un guanche, de 81 años de edad y siempre borracho. Los guanches habían sucumbido”. (p.153)
Un relato similar, más y mejor documentado, es el que se hace acerca del exterminio en Tasmania, sin embargo, hemos de discrepar en cuanto al caso canario. Lindqvist no es un especialista en Historia Antigua Canaria. Se adhiere acríticamente a la tesis del “exterminio total”, hoy en día denostada por simplista y acientífica. La evidencia genética apunta en otra dirección. Los avances filológicos no dejan de alumbrar nuevos conocimientos que anuncian continuidades antes negadas. Si bien el impulso exterminador de Castilla fue evidente, cuando la conquista de nuestro país estuvo asegurada, procuraron los invasores preservar la suficiente mano de obra, practicar una política de alianzas matrimoniales entre linajes que les conviniera,… por no hablar de los alzados que permanecieron siglos resistiendo a la asimilación. No obstante, Lindqvist acierta al incluir los últimos episodios de nuestra Historia pre-colonial entre los de tantos pueblos que, precisamente con la conquista de Canarias como pistoletazo de salida, sufrirían también muerte, torturas, violaciones, esclavización, etc. Es el hilo invisible con que se va hilvanando la Historia de sangrienta puntada en puntada. Es fácil imaginar tras ese “exterminad a todos los salvajes” no sólo a Kurtz sino a Juan Rejón, Pedro de Vera, Alonso de Lugo,… pero también, apoyando la tesis del autor sueco, a aquel cabo austriaco cuyas acciones ni siquiera Conrad pudo aventurar entonces como ejemplo de la crueldad humana.