Visto desde la perspectiva de un simple consumidor, que no es poco, todo este asunto de la miel de palma se le antoja a uno un completo sinsentido. Aunque los supongo enterados, recapitulo para los recién llegados a la controversia. Resulta que los guaraperos gomeros buscan poder comercializar su producto estrella, la miel de palma, precisamente con ése, que es su nombre tradicional y por el que le conoce en todas las islas donde ésta se produce: que yo sepa, también en Gran Canaria. Sin embargo, con la Unión Europea hemos topado, puesto que puestos a ser más papistas que el papa, aducen los eurócratas que miel es sólo aquel producto fruto del laborioso esfuerzo de la abeja y que la denominación popular canaria no ha lugar. Que lo llamemos “sirope”, dicen en Madrid. Que se cambie el nombre la Unión Europea, digo yo, que nosotros estábamos antes. Excepciones haylas -como el caso de la “leche” de almendra, que no es ordeñada de ningún animal, sobra decirlo- y así lo han reconocido los legisladores europeos. Sin embargo, se evidencia en este caso la debilidad de un sector que no tiene quien le defienda con unos mínimos de arrojo y asertividad. El Cabildo de La Gomera no nos vale para esto. ¿O soy yo el único que piensa que este tipo de cuitas, caso de darse en lugares con mayor peso político específico tendrían otra trascendencia?
Cuando aún no se apagó el eco de la problemática del gofio, que se quiso solventar, mal, con una denominación de origen protegida que protege más bien poco, se entera uno de las demandas de los productores de sal de las islas, que encuentran su actividad absurdamente enmarcada en el sector “minero” cuando es obvio que es naturalmente asimilable a la agricultura puesto que el producto de la misma no es sino el consumo alimenticio humano. Pues no. Hay que exigir al Ministerio de Agricultura lo evidente y en eso anda la Asociación de Productores de Sal Marina de Canarias, como primer paso para poder revertir una cifra surrealista y disparatada: en este archipiélago de nuestras entretelas, rodeado de agua salada por todas partes, sólo el 8% de la sal consumida es de producción propia. Ahí no cabe echarle la culpa a Madrid, Europa,… ahí debe imponerse la actitud responsable del consumidor isleño. Por soberanía, por supervivencia y hasta por amor propio. Y porque el resto de la sal se importa, probablemente de lugares con más tradición asociativa, organizativa o, simplemente, más cerca de los centros de poder: esos lugares donde se decide qué es miel, qué es el gofio, qué es la sal,… por encima de todos nosotros.