Canarias: ¿territorio soberano?
No es posible sintetizar en pocas líneas (uno al menos se confiesa incapaz) la historia económica y política de Canarias, desde que en el siglo XV un grupo de comunidades insulares premodernas y casi completamente aisladas entre sí fueron incorporadas por la fuerza, a través de un proceso de conquista militar y colonización, a la incipiente modernidad europea surgida del Renacimiento, la cual marchaba ya con rumbo fijo hacia el capitalismo (en su primera fase de capitalismo mercantil). Pero ciñéndonos al periodo más cercano, no es difícil constatar que nuestro Archipiélago dispone de bastante poca soberanía. Y, sobre todo, que la tendencia reciente apunta a que ésta va resultando cada vez más deficitaria. Un ramillete de ejemplos permite argumentar y sostener esta tesis.
En 1910, sectores de la pequeña burguesía local y pequeños ahorradores fundaron la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Santa Cruz de Tenerife, abriendo al público su primera oficina al año siguiente. En Las Palmas se creó la Caja Insular de Ahorros y M.P. a finales de los años treinta, promovida por el Cabildo Insular como respuesta a la extendida demanda de disponer también de una banca local. Asimismo, La Palma llegó a contar con su propia Caja Insular de Ahorros, promovida por el Cabildo de la Isla en los años cuarenta, aunque se fusionó con la entidad tinerfeña a mediados de los ochenta. La filosofía que acompañó la fundación de estas cajas de ahorros, y que marcó largo tiempo sus actuaciones, era la misma que inspiraba al resto de entidades de este tipo que se crearon por todo el Estado español, y en prácticamente toda Europa: la capitalización del ahorro popular para destinarlo a obras sociales y la potenciación del desarrollo local. Los excedentes de la gestión financiera se destinaron a sufragar, con mayor o menor acierto, las actividades de su Obra Benéfico Social desarrollada en todas las Islas. Las Cajas de Ahorro del Archipiélago desempeñaron un papel fundamental dentro de la economía canaria, al permitir el acceso a una financiación con bajos tipos de interés a diferentes colectivos sociales y empresariales, que de otra manera hubieran tenido más difícil adquirir bienes y servicios en las condiciones normales del mercado. Su colaboración mediante convenios con las instituciones públicas resultó también esencial durante décadas para contribuir, aunque sólo fuera un poco, a construir ciertos niveles de bienestar sociocultural en nuestra tierra.
Sin embargo, esta historia en algunos casos centenaria se ‘resolvió’ de forma súbita y en muy poco tiempo nos quedamos sin Cajas de Ahorros. La de Las Palmas fue absorbida en sólo cuatro meses por Bankia, cuyos integrantes fuertes eran Caja Madrid y Bancaja, y después nacionalizada por el gobierno español, ante la pésima gestión financiera del grupo matriz; su futuro es del todo incierto. La de Santa Cruz de Tenerife, tras una breve estación intermedia en Banca Cívica, terminó siendo deglutida por CaixaBank (alter ego, como todo el mundo sabe, de La Caixa, sobre la que volveré enseguida debido a sus potentes conexiones con Canarias por otras vías no menos expeditivas). De forma que, con la débil excepción de las Cajas Rurales, nos hemos quedado sin una banca popular local, anclada al territorio. Decisiones que pueden resultar estratégicas para el devenir del Archipiélago se toman a partir de ahora en consejos de administración situados física y mentalmente en Madrid o Barcelona. Y esto no sólo ha sucedido en un lapso de tiempo sorprendentemente corto sino, lo que es más grave, sin ninguna participación ni debate público: ni en los ayuntamientos, ni en los cabildos (a pesar de que ambos tenían sus representantes en las Cajas), ni en el parlamento canario, ni en el gobierno autonómico, mucho menos en las organizaciones sociales ni entre el conjunto de la población. En efecto, son cuestiones de economía, pero también de democracia.
Las empresas que operan sectores básicos del funcionamiento social (y con rentabilidad garantizada) como la gestión del abastecimiento de agua o la recogida de los residuos urbanos son, cada vez más, privadas; pero también foráneas (por más que exhiban nombres tan ‘canarios’ como Teidagua, Canaragua, etc.): en realidad son propiedad de grandes corporaciones de capital financiero que involucra a los mayores grupos bancarios y de la construcción españoles… o de más lejos. Por ejemplo, Aguas de Barcelona es la propietaria de cada vez más empresas antes públicas y que han ido siendo privatizadas por muchos ayuntamientos de las Islas; pero su núcleo central es una gran corporación que hace negocio con la distribución y venta de agua en todo el mundo: el holding multinacional Agbar, constituido por 128 empresas, y cuyo propietario principal (algo más del 75 por ciento) es el grupo francés Suez, el mismo que promovió el canal del mismo nombre en el siglo XIX. Cada vez que se abre el grifo en las casas de muchas localidades de las Islas y, sobre todo, cada vez que se abona la factura del agua, se contribuye a exportar capital fuera de Canarias y a ‘calentar un poquito’ la Bolsa de París: da igual que el agua venga de un pozo isleño, de una galería o que haya sido desalada en la orilla de nuestra marea.
Recientemente hemos aprendido que tampoco tenemos capacidad de decisión en un asunto tan determinante para el futuro de Canarias —desde cualquier punto de vista que se sostenga, favorable o contrario— como la posibilidad de extraer petróleo en nuestras aguas; de lo que se deduce que poco tienen entonces de ‘nuestras’. Y por cierto, la empresa Repsol a la que el Gobierno de Rajoy y Soria otorga concesiones para explorar y, en su caso, extraer las reservas de crudo, tiene como accionista mayor (en una cartera repartida con otros bancos y grandes constructoras) a La Caixa: quién preside Repsol lo decide esa misma empresa. De este modo, se da la paradoja de que para una actividad rechazada por la inmensa mayoría de la población de las Canarias Orientales (rechazo que se extiende entre amplios sectores de la opinión pública de todas las demás) la decisión definitiva la resuelve la misma entidad que se quedó también con parte importante de nuestros ahorros, sin habernos consultado nunca. Las decisiones sobre el petróleo de Canarias se toman lejos del Archipiélago y, llegado el momento, los eventuales beneficios también se marcharán fuera de aquí.
Más importante aún que todo lo anterior sería repasar lo que sucede con el sector más importante de nuestro modelo económico contemporáneo, el turismo. Las empresas touroperadoras que organizan el grueso de la corriente de visitantes turísticos, y la propiedad de la mayor parte de la planta alojativa hotelera, corresponden también a empresas no canarias (en el segundo caso, mayormente baleares). La consecuencia, otra vez, es evidente: los capitales generados en el Archipiélago –es decir, las plusvalías producidas por las personas trabajadoras del sector– fluyen hacia el exterior de nuestro territorio. Además de exportar capital, el ‘efecto de arrastre’ del turismo sobre el resto de sectores de la economía es aún muy débil, a pesar de algunos esfuerzos —claramente insuficientes— que se realizan por revertir esta situación. Por eso no es extraño que aun siendo Canarias una de las potencias mundiales del turismo (cuyo número de visitantes ha aumentado a pesar de la crisis), seamos también campeones internacionales del paro y la desarticulación económica y social.
Otro tanto sucede con el sector del comercio minorista: es conocido el peso grande y al alza que tienen en Canarias las megaempresas de la distribución comercial (a las que llamamos ‘grandes superficies’). Eso significa que no sólo importamos casi todo lo que consumimos del exterior (generando economía productiva en otros sitios), sino que los márgenes de beneficio por la venta de esos productos importados también tienden a evadirse cada vez más de nuestro territorio.
Apenas me voy a referir a otros dos sectores decisivos, porque sobre ellos el debate se encuentra más extendido en general (y en particular entre los colectivos con mayor grado de concientización política en Canarias). Se trata de las, precisamente denominadas, Soberanía Alimentaria y Soberanía Energética. Poco puedo añadir a la conocida dependencia exterior casi absoluta de nuestra tierra en un asunto tan elemental como la provisión de alimentos: debemos ser, con toda seguridad, uno de los territorios del mundo con menor capacidad de autoabastecerse de comida; completamente alejados, por tanto, de las mesuradas recomendaciones de la FAO, que propugna que todos los países produzcan más o menos la mitad de lo que comen y la otra mitad la obtengan en el mercado internacional. Canarias es también el territorio probablemente con mejores condiciones del planeta para el aprovechamiento de las fuentes de energía limpias y renovables (singularmente el sol y el viento, y en menor medida otras como la geotérmica o las que se pueden obtener del mar, conectables todas ellas a través del aprovechamiento inteligente de nuestro relieve). En contraste con ese maravilloso potencial, somos la comunidad más atrasada del Estado español en su aprovechamiento (también una de las más bajas del mundo). Y lo que es peor, ¡seguimos cayendo en porcentaje de energía renovable!). La compañía ENDESA (que absorbió a la vieja UNELCO), produce y vende el 97 por ciento de la electricidad que consumimos en el Archipiélago, prácticamente toda de origen fósil. Y ni siquiera es ya una transnacional principalmente española, sino que su accionista mayoritario es la corporación ENEL, propiedad del Estado italiano. La última palabra sobre la instalación de una central de ciclo combinado en Las Caletillas o en el sur de Fuerteventura radica en Roma, lo mismo que el destino de los ingentes beneficios de la empresa. Y todo eso ha sucedido, y sigue sucediendo, no sólo por la presión de los intereses económicos fuereños, sino también —no podría ser de otra manera— debido a la participación interesada y cómplice de buena parte de ‘nuestros’ poderes locales (empezando por el Gobierno de Canarias y los partidos que lo han sustentado el último cuarto de siglo), aliados imprescindibles de la dependencia y la extraversión.
En fin, se puede seguir argumentando, pero creo que está bastante claro que en Canarias padecemos (desde hace mucho, y agravado en el presente) un déficit grave de soberanía, en casi todos los terrenos: en el económico (alimentario, energético, hidráulico…) y en el político y, más concretamente, en el que refleja la calidad democrática.
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