Paso ligero, quebrada abajo por el cerro de San Agustín, una mujer trigueña de 86 años con su libreta y su lapicero acude a la clase en la que está aprendiendo a leer. El brillo de su mirada contrasta con su negra boca sin dientes. «Yo nunca he sabido quien gobernaba en mi país y desde que llegó mi indiecito, yo no hago más que pensar en mi Comandante. Tengo su foto en mi mesa de noche. Gracias a Chávez ya nunca me van a engañar porque ahora sé lo que dice cada letra». Dentro de una casa en el Cerro, un afiche grande, como los atardeceres de Caracas, lidera la pared del rancho donde vive el amigo Antonio. «Él me operó y ahora puedo ver cuando sale en el televisor y saluda a su pueblo y le he escuchado decir ¡¡¡Buenos días, cerro lindo !!!!! Y a mí se me abre el pecho de orgullo, porque antes nadie sabía que existíamos». En la caliente ciudad caribeña de Carúpano, la cerveza Polar bien fría hay que pagarla,…no sin disfrutar de profundas conversaciones sobre el proceso bolivariano porque en el bar no se andan con chiquitas y te advierte un inmenso cartel: «En este bar se fía cuando tumben a Chávez». Gladys lo tiene bien claro: «A mi Venezuela no va a volver nunca más un blanco europeo a mandar lo que tenemos que hacer porque ahora es el pueblo quién toma las decisiones y la plata que sale de PDVSA, es pa’ darle casa, dientes y estudio a los pobres, que antes no teníamos ni cédula y no podíamos votar». Raquel, Aishaa y Mirian, frente a un palafito, lavan sus muñecas los sábados por la mañana en el Delta Amacuro. Las enjabonan, las peinan y le ponen los vestidos limpios a la orilla del Orinoco. Allí pasan gran parte del día entre barbies y canoas pescando en los caños cercanos con tan sólo 4 y 3 años «porque entre semana ya no podemos bañarlas, porque viene un maestro a la Parroquia a enseñarnos a escribir y leer en Warao…»
¡Hasta siempre, mi Comandante!
Lola Benítez